Soledad es una mulata silenciosa y de andar lento que tiene la piel amarronada aunque sin brillo. Camina a pasitos cortos con las dos piernas muy juntas y, como todo en ella, tiene los pies pequeños y blandos. Mueve los brazos con parsimonia al abrir las ventanas de par en par cada mañana; con cautela, estira el cuello y asoma la cabeza que suele llevar escondida entre los hombros. Los labios finos, los ojos entrecerrados y la nariz como un poroto que intenta abrirse para capturar los perfumes de las mañanas frescas del ecuador del planeta. Sin un estremecimiento visible ni dejar una huella en el entorno, Soledad se deleita a bocanadas como quien se sumerge en la luz lechosa del mediodía.
Hoy es un día más en su casa, que habitan tres niños, todos varones, un padre y dos abuelos, el materno y el paterno. Las gallinas en el corral, los pollos también, y la cacatúa, en el salón, junto a la silla de mimbre que los dos abuelos se disputan cuando el padre, su verdadero dueño, se marcha a trabajar.
Soledad se desplaza entre todos ellos y entre los muebles de pino barato con el sigilo de una nube vacía de lluvia. Barre suelos, le saca el polvo a la balaustrada en la que se apoyan a tomar mate los abuelos mientras se enfrascan en sus competiciones diarias de recuerdos, prepara ramos de flores que reparte por las mesitas de noche de todos los dormitorios, calienta el agua para el baño de los chicos y le saca las botas a su marido al final de la jornada con el silencio de una arandela perfectamente aceitada.
Su familia ya se acostumbró a este cuerpo sin gemidos ni suspiros. Soledad se ha instalado en sus vidas como una sombra omnipresente sin bordes ni aristas que apenas les toca levemente cuando los consuela, los lava, los besa o los viste. La mujer de la casa es una brisa callada que no mueve las hojas ni inquieta los campos; es más bien una ola en alta mar suspendida en lo más profundo del océano.
Pero cuanto todos duermen y Soledad hunde su pelo negro en el olor blanco de las almohadas perfumadas, cuando la oscuridad esconde las nubes y los niños no corren gritando ni gritan corriendo, los abuelos no juegan a lanzarse torbellinos de recuerdos y el marido no sale a trabajar, el silencio de la mulata comienza a soñar.
El silencio sueña que es canto, sueña que es voz y, cuando se acuesta con el estómago lleno y la noche es pesada y hace calor, el silencio tiene pesadillas y sueña que es grito desesperado.
Es entonces cuando del cuerpo de Soledad salen unos sonidos extraños como de arpa, violín y piano. De los labios salen melodías venidas de lejos que fluctúan por la noche como si bailaran entre las estrellas.
Cuentan algunos vecinos que algún turista llegado del otro lado del océano creyó escuchar durante las noches de su estancia en el pueblo sinfonías como de Beethoven, arias como de Puccini, serenatas como de Mozart.
Hoy es un día más en su casa, que habitan tres niños, todos varones, un padre y dos abuelos, el materno y el paterno. Las gallinas en el corral, los pollos también, y la cacatúa, en el salón, junto a la silla de mimbre que los dos abuelos se disputan cuando el padre, su verdadero dueño, se marcha a trabajar.
Soledad se desplaza entre todos ellos y entre los muebles de pino barato con el sigilo de una nube vacía de lluvia. Barre suelos, le saca el polvo a la balaustrada en la que se apoyan a tomar mate los abuelos mientras se enfrascan en sus competiciones diarias de recuerdos, prepara ramos de flores que reparte por las mesitas de noche de todos los dormitorios, calienta el agua para el baño de los chicos y le saca las botas a su marido al final de la jornada con el silencio de una arandela perfectamente aceitada.
Su familia ya se acostumbró a este cuerpo sin gemidos ni suspiros. Soledad se ha instalado en sus vidas como una sombra omnipresente sin bordes ni aristas que apenas les toca levemente cuando los consuela, los lava, los besa o los viste. La mujer de la casa es una brisa callada que no mueve las hojas ni inquieta los campos; es más bien una ola en alta mar suspendida en lo más profundo del océano.
Pero cuanto todos duermen y Soledad hunde su pelo negro en el olor blanco de las almohadas perfumadas, cuando la oscuridad esconde las nubes y los niños no corren gritando ni gritan corriendo, los abuelos no juegan a lanzarse torbellinos de recuerdos y el marido no sale a trabajar, el silencio de la mulata comienza a soñar.
El silencio sueña que es canto, sueña que es voz y, cuando se acuesta con el estómago lleno y la noche es pesada y hace calor, el silencio tiene pesadillas y sueña que es grito desesperado.
Es entonces cuando del cuerpo de Soledad salen unos sonidos extraños como de arpa, violín y piano. De los labios salen melodías venidas de lejos que fluctúan por la noche como si bailaran entre las estrellas.
Cuentan algunos vecinos que algún turista llegado del otro lado del océano creyó escuchar durante las noches de su estancia en el pueblo sinfonías como de Beethoven, arias como de Puccini, serenatas como de Mozart.
"Soledades" como la que nos traes hay tantas... Durante el día son lo que los demás esperan y por las noches quienes siempre quisieron ser. No todo el mundo tiene la sensibilidad necesaria para apreciar una sinfonía de Beethoven.
ResponderEliminarHasta pronto.
Buena narrativa, seguiré investigando ;)
ResponderEliminarUn fuerte abrazo
Gracias, Mercedes y Maite, por el comentario y la visita.
ResponderEliminarEsta Soledad, es misterio puro.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarCarmen, preciosa narrativa. Muy poética y evocadora.
ResponderEliminarTe ubicaba en Argentina y no en Plasencia :-)
Un beso
Hola Luisa: Qué bueno "verte" por aquí. Me alegro de que te haya gustado. Ojea todo lo que quieras y comenta, que así me hago una idea de qué es lo que más os gusta.
ResponderEliminarY, por supuesto, dale toda la publicidad que quieras.
Ah! En realidad, estoy en Palencia, no en Plasencia.
Besos y feliz año,
Carmen.