Lo más llamativo de Bruno es la combinación de altura y delgadez extremas. Visto desde la perspectiva de una niña de un metro veinte, viene a ser algo así como un gigante enjuto ataviado con unos largos pantalones a cuadros, anchos y rotos, y una camisa descolorida que, no importa la talla, siempre le quedará grande.
Ante la mirada mitad ausente y mitad rabiosa de la niña, Bruno se preguntó si quizás había cambiado tanto; si la barba de varias semanas o el pelo largo impedirían reconocerlo; si el polvo gris de las ciudades bombardeadas se habría incrustado tanto en las arrugas de la cara y las uñas como para haberlo convertido en otro rostro.
La niña, de hecho, no lo reconoció. La luz del sol, que se levantaba justo por detrás del recién llegado, le impedía ver algo más que una sombra larga y arrugada sosteniendo una bicicleta entre las manos. Si Bruno hubiera tenido el tamaño de una persona común, lo hubiera increpado con desprecio, pero la extravagancia de la silueta le provocó un estupor más grande que el enojo que sentía y acabó observando la quietud de su nuevo acompañante con un silencio boquiabierto rebosante de curiosidad.
Finalmente, él la preguntó:
— Tú eres Svetta, ¿verdad?
— ...
— Soy Bruno, el panadero.
— ...
— El que vende pan... Tu madre siempre compra un rosco de centeño y una hogaza de pasas y nueces los domingos.
— ¿Has visto a mi madre?
— La última vez fue antes de que comenzaran los bombardeos.
— Ah.
— ¿No sabes dónde están?
— No.
Bruno se acuclilló al lado de la niña, posó una mano sobre su hombro y, en un susurro, dijo: «Los encontraremos».
Svetta lo miró desde su última lágrima y Bruno, conmovido por el desamparo de una niña que perdía la inocencia en cada minuto que pasaba, la miró de frente y repitió la promesa: «Los encontraremos».
Ante la mirada mitad ausente y mitad rabiosa de la niña, Bruno se preguntó si quizás había cambiado tanto; si la barba de varias semanas o el pelo largo impedirían reconocerlo; si el polvo gris de las ciudades bombardeadas se habría incrustado tanto en las arrugas de la cara y las uñas como para haberlo convertido en otro rostro.
La niña, de hecho, no lo reconoció. La luz del sol, que se levantaba justo por detrás del recién llegado, le impedía ver algo más que una sombra larga y arrugada sosteniendo una bicicleta entre las manos. Si Bruno hubiera tenido el tamaño de una persona común, lo hubiera increpado con desprecio, pero la extravagancia de la silueta le provocó un estupor más grande que el enojo que sentía y acabó observando la quietud de su nuevo acompañante con un silencio boquiabierto rebosante de curiosidad.
Finalmente, él la preguntó:
— Tú eres Svetta, ¿verdad?
— ...
— Soy Bruno, el panadero.
— ...
— El que vende pan... Tu madre siempre compra un rosco de centeño y una hogaza de pasas y nueces los domingos.
— ¿Has visto a mi madre?
— La última vez fue antes de que comenzaran los bombardeos.
— Ah.
— ¿No sabes dónde están?
— No.
Bruno se acuclilló al lado de la niña, posó una mano sobre su hombro y, en un susurro, dijo: «Los encontraremos».
Svetta lo miró desde su última lágrima y Bruno, conmovido por el desamparo de una niña que perdía la inocencia en cada minuto que pasaba, la miró de frente y repitió la promesa: «Los encontraremos».
Emotivo este capítulo y muy visual también.
ResponderEliminarBesitos
Pues aquí tenía escrito; ahora me toca sentarme a continuar la historia... Creo que tardaré algunos días más, pero no puedo dejar a Svetta y Bruno en la estacada, ¿verdad?
EliminarUn abrazo, Elysa.