Ir al contenido principal

Segunda entrega desde el norte

Salta la Linda, la llaman. La ciudad en la que me encuentro ahora; haciendo tiempo para subirme mañana al autobús que me llevará a Corrientes (14 horas de viaje), y de allí a las Cataratas de Iguazú. De los 4.000 metros de altitud en los que he vivido durante los últimos quince días a las tremendas corrientes de agua que parecen caer hasta las entrañas de la tierra.

Este correo quiere ser, en realidad, una oda a Iruya. Ustedes ya saben que estaba fascinada con Iruya, que un martes en Buenos Aires me hice el propósito de intentar estar el fin de semana en Iruya. No sabía si lo podría conseguir. No sabía si era posible. (No se imaginan la de colectivos a los que he subido y de los que me he bajado; paisajes que sólo he podido tocar con la retina; gentes que se han sentado a mi lado y me han mirado, hablado, contado; su olor de aldea perdida entre los cerros mezclándose con la piel de mi brazo mientras el colectivo nos bambolea a todos por igual,...). Pero no sé por qué extraña razón quería intentarlo a toda costa: llegar, estar allí para las celebraciones religiosas y festivas de Iruya, el único fin de semana en todo el año en que un pueblito diminuto en las alturas se llena de indígenas procedentes de pueblos -si es que se les puede llamar así- aún más recónditos,... Gentes que vienen a intercambiar sus productos (lana de llama, naranjas,...); gentes que llegan apiladas en camionetas por caminos aparentemente intransitables. Familias que llegan en mula y a pie con una pequeña virgen a la espalda desde sus casas situadas a unos dos o tres días de caminata por las montañas...

Pero todo esto yo aún no lo sabía cuando comencé el viaje. Simplemente sabía que debía llegar allí. Y llegué: el sábado a la mañana, desde el pueblo más cercano, Humahuaca. Para que se hagan una idea de lo recóndita que está Iruya les diré que el viaje desde Humahuaca dura cuatro horas, y que el colectivo (Mercedes Benz del año anterior a la pana; mochilas en el techo y más de 50 personas amontonadas dentro, tanto sentadas como de pie) demora más de dos horas en realizar los últimos 54 kilómetros. Y ¿por qué? Porque es una pista de tierra llena de curvas cerradas que atraviesa riachuelos (nada de puentes, los atraviesa cauce a través) y que se eleva hasta los 4.000 m de la Quebrada de Humahuaca (donde si se lo pides al conductor, éste hace un alto para que puedas admirar la impresionante vista).

Sé que a algunos de ustedes esto no les parecerá atractivo, pero es que no se pueden ni imaginar el paisaje. Por muchas fotos que vean... Me enamoré del paisaje; me enamoré de Iruya. Cerros y cerros de colores, quebradas, cauces, caminos,... Sé que pueden imaginar cerros con decenas de tonos rojos y anaranjados. Pero prueben a imaginar cerros violetas, azulados combinándose con vetas amarillas. En esta parte del planeta, en la era de los dinosaurios, había agua, mucha agua. El agua se secó y la tierra se abrió, se rompió en mil, se quebró. El corazón de la tierra quiso bañarse en el azul del cielo, quiso hablar a las
nubes, quiso sonreír a la luna, quiso ver pasar los cóndores y darlos cobijo en su majestuoso vuelo... Y así es como surgió toda esta maravilla. Días calurosos, noches frías y estrelladas, riachuelos en los que los remolinos sí ruedan al revés que en la otra parte del mundo, vientos que a ratos parecen endemoniados y no te dejan caminar, y es tan sólo que juegan a volar, a perseguirse, a esconderse...

Quiso el destino que conociera a otros locos que también se enamoraron de Iruya y ahora viven allí, justo enfrente de la guarida de los cóndores a los que espié con prismáticos. Les podría contar que una de ellos, Marisol, es una morochita petisa con cara de muñeca que trabaja como maestra itinerante. Esto quiere decir que cada semana da clases en un pueblo distinto; pueblos a los que sólo se llega caminando, pueblos con escuelas en medio de la nada que se abastecen con placas de energía solar. La última vez que la vi me dijo que el lunes tenía que dar clase a las 10 de la mañana en un pueblo a cinco horas de camino de Iruya. Me señaló el camino en la distancia: subía hasta lo alto de la montaña que teníamos enfrente y bajaba por el otro lado hasta el pueblo. Para estar allí a tiempo, saldría de casa a las cinco de la mañana. Le pregunté totalmente asombrada si a esa hora ya había luz. "Bueno, llevo una linterna", contestó con toda naturalidad....

A los cinco días de estar allá llegó el momento de irse y mi reacción no dejó de sorprenderme a mí y a los que me acababan de conocer: lloré amargamente durante toda la noche anterior, durante todo el camino de vuelta. Pero no es que derramara unas cuantas lágrimas de despedida, no; es que sin poder evitarlo hipaba como una nena a la que separan de algo muy querido....
Llegué a Humahuaca y afortunadamente, al día siguiente, los locos de Iruya se vinieron a pasar unos días. Pasaron otros cinco días en los que me limité a reponerme de un intenso y constante dolor de estómago, y de nuevo la sensación de que debía proseguir viaje.

Llegué a Salta ayer y me voy mañana. Esta tarde subí al teleférico, que me llevó a lo alto de un cerro desde donde se ve Salta en el valle y las montañas que la rodean. Es una bonita vista, pero llevo impresa en la retina las montañas de Iruya. Mire adonde mire es lo único que veo, lo único que huelo, lo único que escucho. No sé si volveré pero siento que da igual porque en realidad no me he ido; sigo allí no importa adonde vaya.

Comentarios

Visitas

Entradas más visitadas

Entrevista a Mercedes Pinto Maldonado

Mercedes Pinto Maldonado Nací bajo las faldas de Sierra Nevada (Granada) hace ya la friolera de cincuenta años. Allí crecí, me enamoré, me casé, nacieron mis tres hijos y terminé mis estudios. Exactamente por ese orden. Hace veinte años que, por cuestiones laborales de mi marido, vivo en Málaga, en Alhaurín de la Torre, un lugar muy tranquilo que invita a escribir. No, no vivo de mis libros, ¡qué más quisiera yo!; con lo que he ganado hasta ahora no hubiese podido sobrevivir, pero estoy en ello. Tampoco tengo otro trabajo, así que disfruto de mucho tiempo para escribir: dedico prácticamente toda la mañana. Las tardes las reservo para la familia. Aunque no me decidí a publicar hasta hace diez años, la idea de escribir un libro ha estado en mí desde que era muy joven y de hecho lo intenté, aunque no quiero contarte el resultado. Fue una novela juvenil, en la que yo misma hice las ilustraciones. De la historia en sí misma estoy contenta, aunque ahora me doy cuenta de que me pr

Svetta Moshtar (4)

Lo más llamativo de Bruno es la combinación de altura y delgadez extremas. Visto desde la perspectiva de una niña de un metro veinte, viene a ser algo así como un gigante enjuto ataviado con unos largos pantalones a cuadros, anchos y rotos, y una camisa descolorida que, no importa la talla, siempre le quedará grande. Ante la mirada mitad ausente y mitad rabiosa de la niña, Bruno se preguntó si quizás había cambiado tanto; si la barba de varias semanas o el pelo largo impedirían reconocerlo; si el polvo gris de las ciudades bombardeadas se habría incrustado tanto en las arrugas de la cara y las uñas como para haberlo convertido en otro rostro. La niña, de hecho, no lo reconoció. La luz del sol, que se levantaba justo por detrás del recién llegado, le impedía ver algo más que una sombra larga y arrugada sosteniendo una bicicleta entre las manos. Si Bruno hubiera tenido el tamaño de una persona común, lo hubiera increpado con desprecio, pero la extravagancia de la silueta le provocó u

Las noches del silencio

Soledad es una mulata silenciosa y de andar lento que tiene la piel amarronada aunque sin brillo. Camina a pasitos cortos con las dos piernas muy juntas y, como todo en ella, tiene los pies pequeños y blandos. Mueve los brazos con parsimonia al abrir las ventanas de par en par cada mañana; con cautela, estira el cuello y asoma la cabeza que suele llevar escondida entre los hombros. Los labios finos, los ojos entrecerrados y la nariz como un poroto que intenta abrirse para capturar los perfumes de las mañanas frescas del ecuador del planeta. Sin un estremecimiento visible ni dejar una huella en el entorno, Soledad se deleita a bocanadas como quien se sumerge en la luz lechosa del mediodía. Hoy es un día más en su casa, que habitan tres niños, todos varones, un padre y dos abuelos, el materno y el paterno. Las gallinas en el corral, los pollos también, y la cacatúa, en el salón, junto a la silla de mimbre que los dos abuelos se disputan cuando el padre, su verdadero dueño, se marcha a