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Terceras minicrónicas desde Puerto Madryn

Esta vez no tengo nada emocionante que contarles, pero quería enviarles un recordatorio antes de proseguir viaje hacia Ushuaia, la mítica ciudad más austral del planeta.

Lo último que saben de mí es que iba rumbo a las cataratas del Iguazú, efectivamente tan impresionantes como todos suponemos. (¿Saben que hay un pájaro que vive justo debajo del torrente de agua de la Garganta del Diablo, la más espectacular de las caídas de agua? El vencejo se pasea entre la espuma y los torrentes como si estuviera recorriendo los tranquilos campos de Castilla. Insólito.)
Tras ver las cataratas salí pitando de allí porque, tras el enamoramiento de las áridas tierras del norte, la exuberancia tropical de Iguazú me exasperaba bastante.
De allá, volví a Corrientes a visitar a los padres de Silvana, que me recibieron con abrazos y me llevaron al campo a comer asado. Y no, no se crean que es lo mismo ir al campo acá que en España; acá te puedes encontrar un cocodrilo paseándose por tus tierras...

De allá, a Buenos Aires, donde no hice nada aparte de leer, dormir y comer. Al noveno día, me levanté, hice los preparativos y emprendí la segunda etapa de este viaje por el continente argentino.

Ahora estoy en Puerto Madryn, una ciudad en la costa atlántica a 15 horas de Buenos Aires y más de 20 de Ushuaia. Me encuentro en la estación de ómnibus, a punto de partir para Río Gallegos donde repondré fuerzas antes de volver a subir al siguiente colectivo.
No pretendía pasar más de 24 horas acá y, al final, estuve cuatro. Dos días para hacer lo que todos los turistas: ir al parque natural de Península Valdés y ver elefantes marinos, pingüinos de Magallanes, guanacos, maras, choiqués.... y sentir la cascada de alegría que surge cuando ves a una ballena tan grande como el barco en el que navegas jugando con su ballenato a escasos metros de ti, sin ningún recelo ante nuestra presencia: humanos que hemos llevado a su especie al borde de la extinción. La ballena franca austral sólo come plancton y nosotros nos la comemos a ella. Pero al menos acá pueden estar seguras: ni los japoneses ni los noruegos tienen autorización para cazar una sola en aguas argentinas.
Los dos días de rigor de todo turista. Y, al tercero, sábado, cuando ya tenía el boleto para Río Gallegos, va el cajero automático y se traga la tarjeta de crédito. Primero, pánico; no me quería alejar por nada del cajero, si hubiera tenido tienda de campaña, la hubiera plantado delante de la puerta. Luego me di cuenta de que tenía euros para largo y de que bastaba con esperar a que el lunes abrieran el banco y me devolvieran el pedazo de cartón plastificado (decenas de tarjetas se comió el muy guacho en apenas 3 horas).
Y como todo tiene su parte positiva, la de este incidente fue que, como no tenía absolutamente nada que hacer y no podía pensar ni en el más inmediato futuro, me relajé por completo y comencé a disfrutar de la ciudad; vamos, que pasé de la fase turista a la casi lugareña. Y descubrí la inmensa playa tranquila del Golfo Nuevo, el límpido color verde oscuro del océano en estos lares, las locas formas que han adquirido las rocas a base de marea, el perro abandonado que me adoptó durante una breve caminata, las quejas de los lugareños llorando la tranquilidad que están a punto de perder debido a la especulación y el aumento del turismo que, por otra parte, sirve para proteger la fauna y el entorno natural de la Península Valdés.

Y el viento que lo domina todo. Las tierras patagónicas son dominio del viento. Un viento que no tiene nada que ver con el juguetón de los cerros del norte; el viento de acá es inflexible, intransigente, persistente y severo. Te deja claro a cada instante que si estás viva acá es porque él te lo permite, y no por benevolencia sino por hastío de arrasar, por puro experimento, por purito antojo que puede terminar en cualquier momento. Notas cómo te mira socarrón mientras los humanos nos empeñamos en luchar contra su fuerza, su tenacidad. Con razón sólo llegaron hasta acá los que preferían morir antes que doblegarse ante los gobiernos: galeses a los que no se les permitía hablar su lengua, forajidos de Norteamérica, apátridas de la civilización occidental,... Caracteres indomables que vinieron a medirse con el implacable viento que cualquier día viene a cobrarse los impuestos.
Mientras, los humanos de todas las nacionalidades -la mayoría, ingleses, españoles, italianos,...- juegan a arrear ovejas o, mejor dicho, juegan a ser patrones de peones indios, bolivianos,.... que por cuatro duros (600 pesos me dijeron, menos de 200 euros) arrean y esquilan ovejas y cuidan las estancias de 10.000 hectáreas en las que está dividida la Patagonia. Acá toda la tierra es privada; los caminos públicos atraviesan constantemente terreno privado. (Y los italianos Benetton son de los mayores propietarios de la Patagonia.)

Ya veo llegar el ómnibus: Ruta Patagónica se llama esta vez. Asiento 1, parte de arriba, o sea, justo encima del conductor para ver bien el paisaje. Me entra frío sólo de pensar en allá abajo. Resulta que la mítica ciudad más austral del mundo de tan mítica se está convirtiendo en destino turístico y bastante cara, me cuentan. Leñe. Pero seguro que encuentro algún rinconcito por el que atravesar la pantalla turística y colarme en la vida cotidiana aunque sólo sea por unos pocos días.

Un abrazo a todos y disfruten de su paisaje, que también está lleno de amaneceres y atardeceres y estrellas en la noche y nubes con formas locas durante el día; que no tengan que venir los turistas a recordárnoslo.

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