¿Por qué ya no puedo disfrutar de Barcelona?
Salgo a la calle y me incorporo a la luz, las palmeras, la actividad ordenada y fluida de una ciudad que huele a urbanismo sin convertirse en mastodonte de unos cuantos millones de habitantes. Sigue siendo una ciudad bonita. Las callejuelas del Gótico siguen ahí. La calle Hospital, con sus implacables miradas árabes, sigue apostada en las mismas esquinas que hace dos años. Hoy no reconozco las caras, ni ellos están ya acostumbrados a mi presencia, pero sé que en algún rincón, en cualquier momento, aparecerán los rostros con los que antes me cruzaba. ¿O es que todo ha cambiado tanto incluso para ellos, los inamovibles árabes que día tras día y noche tras noche observan su vida como si el tiempo fuera un té que se saborea largamente?
Hubo noches, muchas noches, en que disfruté paseando por las oscuridad apelmazada de la calle Escudellers. Hubo mañanas y muchos atardeceres en que me extasié sintiéndome parte de la plaza Reial. Hubo instantes indefinidos, ajenos a los minutos, en los que jugaba a perderme por callejuelas y plazas escondidas de las que conocía cada rincón, cada pulgada de piedra horadada, cada sonido de fuente que gorjea, cada gota como una llamarada más de olvido, de disfrute, de abandono quieto y profundo… Puedo recordar el sonido de cada gota de esa fuente de esa plaza de esas callejuelas poco transitadas de ese barrio antiguo, pero sin embargo –y esto me apena- ya no recuerdo su nombre. Sí, hombre, la plaza esa en la que ejecutaban a los republicanos hace apenas sesenta años: ¿no viste los agujeros de las balas en el muro de la iglesia? Sí, sí, la iglesia a la que iba Gaudí envuelto en ropas harapientas, las mismas ropas con que le encontraron el día que lo atropelló un tranvía y murió desangrado en la acera porque nadie reconoció su genio entre la apariencia de mendigo, y los mendigos, ya se sabe, pueden morir desangrados.
Será esto por lo que ya no puedo disfrutar de Barcelona, porque, presa de una maldición recurrente, Barcelona repite su historia una y otra vez. Porque hace apenas dos semanas unos chavales adinerados entraron en un cajero a “escarmentar” a una mendiga y acabaron prendiéndola fuego. Porque –fíjate lo que es la vida- a esta mendiga sí la reclamó su hija y resultó ser –imagínate- una ex-secretaria de alto nivel que quiso ser tan eficiente que acabó enganchada a las drogas y a la miseria de las calles. Parece que el otro día algunos –los mejor dispuestos- aprendimos que los ancianos que viven entre cartones también tienen pasado, tuvieron vida, son fuente inagotable de historias…
Será por esto por lo que ya no puedo disfrutar de Barcelona. Será porque a un conocido –por nada, o quizás por ser francés, o quizás por ir abrazado con otro chico- una panda de cabezas rapadas le apuñaló el pulmón y hoy sólo se levanta por las mañanas para llorar y seguir llorando. Será porque en el mismo bar de muchas otras veces, alguien sale empujando y es que ése que estaba sentado a su lado le acaba de robar la cartera mientras le pedía fuego.
Sí, lo sé, ya recuerdo: todo esto ha ocurrido siempre en Barcelona. Siempre has visto robos, carreras, miradas amenazantes y mucha policía intentando… qué sé yo. Entonces, ¿por qué es ahora que siento miedo cuando vuelvo a casa de madrugada por las mismas Ramblas que hace dos años? ¿Por qué es ahora que me disgustan las aglomeraciones de Escudellers y, por debajo de la aparentemente inocua actividad diaria, siento una fina capa de agresividad latente, de violencia mal contenida… siento una falta de respeto mutuo que lo ensucia y embadurna todo como el petróleo negro que se pega a tus manos y no te deja tocar la piel de las rocas?
Salgo a la calle y me incorporo a la luz, las palmeras, la actividad ordenada y fluida de una ciudad que huele a urbanismo sin convertirse en mastodonte de unos cuantos millones de habitantes. Sigue siendo una ciudad bonita. Las callejuelas del Gótico siguen ahí. La calle Hospital, con sus implacables miradas árabes, sigue apostada en las mismas esquinas que hace dos años. Hoy no reconozco las caras, ni ellos están ya acostumbrados a mi presencia, pero sé que en algún rincón, en cualquier momento, aparecerán los rostros con los que antes me cruzaba. ¿O es que todo ha cambiado tanto incluso para ellos, los inamovibles árabes que día tras día y noche tras noche observan su vida como si el tiempo fuera un té que se saborea largamente?
Hubo noches, muchas noches, en que disfruté paseando por las oscuridad apelmazada de la calle Escudellers. Hubo mañanas y muchos atardeceres en que me extasié sintiéndome parte de la plaza Reial. Hubo instantes indefinidos, ajenos a los minutos, en los que jugaba a perderme por callejuelas y plazas escondidas de las que conocía cada rincón, cada pulgada de piedra horadada, cada sonido de fuente que gorjea, cada gota como una llamarada más de olvido, de disfrute, de abandono quieto y profundo… Puedo recordar el sonido de cada gota de esa fuente de esa plaza de esas callejuelas poco transitadas de ese barrio antiguo, pero sin embargo –y esto me apena- ya no recuerdo su nombre. Sí, hombre, la plaza esa en la que ejecutaban a los republicanos hace apenas sesenta años: ¿no viste los agujeros de las balas en el muro de la iglesia? Sí, sí, la iglesia a la que iba Gaudí envuelto en ropas harapientas, las mismas ropas con que le encontraron el día que lo atropelló un tranvía y murió desangrado en la acera porque nadie reconoció su genio entre la apariencia de mendigo, y los mendigos, ya se sabe, pueden morir desangrados.
Será esto por lo que ya no puedo disfrutar de Barcelona, porque, presa de una maldición recurrente, Barcelona repite su historia una y otra vez. Porque hace apenas dos semanas unos chavales adinerados entraron en un cajero a “escarmentar” a una mendiga y acabaron prendiéndola fuego. Porque –fíjate lo que es la vida- a esta mendiga sí la reclamó su hija y resultó ser –imagínate- una ex-secretaria de alto nivel que quiso ser tan eficiente que acabó enganchada a las drogas y a la miseria de las calles. Parece que el otro día algunos –los mejor dispuestos- aprendimos que los ancianos que viven entre cartones también tienen pasado, tuvieron vida, son fuente inagotable de historias…
Será por esto por lo que ya no puedo disfrutar de Barcelona. Será porque a un conocido –por nada, o quizás por ser francés, o quizás por ir abrazado con otro chico- una panda de cabezas rapadas le apuñaló el pulmón y hoy sólo se levanta por las mañanas para llorar y seguir llorando. Será porque en el mismo bar de muchas otras veces, alguien sale empujando y es que ése que estaba sentado a su lado le acaba de robar la cartera mientras le pedía fuego.
Sí, lo sé, ya recuerdo: todo esto ha ocurrido siempre en Barcelona. Siempre has visto robos, carreras, miradas amenazantes y mucha policía intentando… qué sé yo. Entonces, ¿por qué es ahora que siento miedo cuando vuelvo a casa de madrugada por las mismas Ramblas que hace dos años? ¿Por qué es ahora que me disgustan las aglomeraciones de Escudellers y, por debajo de la aparentemente inocua actividad diaria, siento una fina capa de agresividad latente, de violencia mal contenida… siento una falta de respeto mutuo que lo ensucia y embadurna todo como el petróleo negro que se pega a tus manos y no te deja tocar la piel de las rocas?
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