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Nana del anciano viejísimo

La otra mañana, un anciano se paró a hablar conmigo mientras esperaba a que el semáforo se pusiera en verde. Era un viejo viejísimo que apenas
arrastraba los pies, apenas movía las arrugas de su rostro, apenas abría la boca para hablar. Aún hoy no sé cómo pude entender lo que me decía entre el ruido del tráfico y las sirenas. Sin embargo, sus palabras me llegaron nítidas, claras, con un gran lastre de tristeza agarrado a la cola de las frases del que a veces -lo notaba- él intentaba huir pero del que no
conseguía escapar.

La tristeza, cuando te atrapa, es una sustancia pegajosa que sabe dulce y
engaña. Promete ensoñaciones, promete recuerdos, promete memoria y una profunda sensación de estar vivo, de sentir. Pero la tristeza –me cuesta decirlo, yo que fui su adoradora fiel, su defensora y promotora-, la
tristeza, digo, es un saco de mentiras con boca pequeña y rostro de mar
helado: calmo en la superficie por pura imposibilidad de movimiento,
terrorífico en las profundidades por pura imposibilidad de aire. Más que un saco de mentiras, digamos un cúmulo de falsedades. Porque la tristeza –ente desprovisto de imaginación propia- no inventa. La tristeza es como una luna sin luz propia que refleja los sueños ajenos, las esperanzas ajenas, las emociones ajenas, y los distorsiona. Es ese niño que quiere jugar pero perdió ya hace tiempo la inocencia. Es esa nube etérea que tiene sed de roce y de corporeidad. Es un gas que entra por la nariz, sigue su camino por la tráquea, se expande por los pulmones y se introduce en la sangre como una cicuta que te baña y te mata mientras sonríes tontamente con esa mirada de nostalgia. Sé que reniego de mis fuentes, sé que reniego de mi imagen y de miles de momentos en que sólo me creí acompañada por la tristeza. Pero por
nada del mundo quisiera volver a escuchar ese eco de tristeza imparable y agotadora en la cola de las frases que pronuncio.

Yo soy joven y pude huir a tiempo; aún no sé cómo lo conseguí o por qué
ocurrió. Ese anciano viejísimo que luchaba en cada palabra por desasirse de su leve y tenaz presa sabía que estaba ya demasiado agotado para
conseguirlo. Intenté ayudarlo con miradas alegres, con sonrisas sinceras,
con gestos amables y un corazón que se me salía del pecho, y sé que él me lo agradeció. Creo recordar que quizá una de sus frases fue liberada, una frase en la que ambos nos bañamos un tiempito para disfrutar en silencio de un eco alegre saliendo de su vida gastada.

Después se fue, simplemente dio media vuelta y muy lentamente fue
desapareciendo. Era un anciano viejísimo, me dijo, hastiado ya de vivir,
hastiado ya de esperar una muerte que nunca llega. Sabía, me confesó, que había quemado su vida y sus recuerdos, su memoria, profesando y atesorando una tristeza amante que, irónicamente, le prometió la felicidad. Ahora sueña con desembarazarse de ella y poder revivir algún momento pasado alegre; que hubo muchos –él lo intuye, vivió una vida plena-, pero el filtro a través del cual percibió su propia vida ha distorsionado tanto su mirada que ya no puede recordar cómo sacude el pecho la carcajada, ya no puede… ya no puede… ya no puede…
ni siquiera llorar te deja la tristeza.

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