Dos jóvenes y aguerridos guerreros peleaban en un campo de batalla árido, seco, sediento y desconchado. Ambos llevaban varias jornadas peleando, enfrentados el uno con el otro sin recordar ya muy bien entre la sed y el sudor qué los había llevado hasta ese inhóspito y recóndito lugar.
Uno de ellos cayó al suelo, cansado, malherido, dolorido. Mientras se incorporaba como un resorte que vuelve a su posición de partida, fruto del aprendizaje de toda una vida, fruto del instinto guerrero que no le permite permanecer en el suelo más de una milésima de segundo, una imagen blanca le llenó la mente y luego se esfumó. Ya de pie, a través de las gotas sudorosas que le brotaban de la frente, alcanzó a ver a su enemigo: un hombre sudoroso, cansado, malherido y dolorido que se levantaba del suelo como un resorte que vuelve a su posición de partida y, que a través de las gotas de sudor que le brotaban de la frente, observaba a su enemigo. ¿Habría visto él también una imagen blanca fría, ligera, dulce y desenfocada que le besaba la sien derecha y le aturdía con una fragancia de jazmines en un lugar tan inhóspito como este desértico, solitario y árido campo de batalla?
Por instinto, por costumbre, por aprendizaje, siguieron peleando. Estaban adiestrados para no morir, para recoger la espada una y otra vez, para incorporar el dolor de las heridas a su organismo una y otra vez. Si se pararan a pensar tan sólo un segundo por qué estaban allí, ¿lo recordarían acaso?
Pero no te puedes parar a pensar ni a respirar cuando tu propia alma te ataca con la misma fiereza, decisión y constancia con la que tú te defiendes. ¿Cómo se llega hasta aquí? ¿Cómo se sale de aquí?
Nuestro guerrero desdoblado observaba a su contrincante que a su vez lo observaba a él, como las dos caras de una moneda vieja, gastada y roñosa que no pueden dejar de acompañarse ni de espiarse. Dos caras que no pueden separarse y que están abocadas a dar vueltas y vueltas sin fin sobre sí mismas, como la peonza de un niño inocente y malvado que sólo quiere jugar y no conoce límites.
Nuestro guerrero sigue luchando contra sí mismo.
¿Habrá alguna manera de detenerlo?
¿Habrá alguna manera de apaciguarlo?
¿Habrá alguna manera de saber qué parte del entramado hay que tocar para que el mecanismo salte por los aires o se apague por sí mismo o se desencaje?
¿Hay algún modo de separar las dos caras de una misma y fina moneda?
De repente, se puso a llover. Y a tronar. Y a relampaguear. Una lluvia fina, continua y pesada que sorprendió a nuestro guerrero y permitió que su enemigo más sabio y alerta que él lo apuñalara insertando su dedo directamente en el ventrículo izquierdo del corazón, el ventrículo desde el cual toda la sangre llena de oxígeno se extiende por el cuerpo.
El guerrero se tambaleó y cayó. Entre las nubes y la lluvia, buscó la visión blanca que le sorprendió hace minutos o días, no recuerda bien.
No la encontró, pero la lluvia y el agua y la tierra húmeda y el escozor de las heridas le hicieron pensar que ya estaba cansado de luchar. Que quizá no mereciera la pena. Al fin y al cabo, se preguntó, ¿contra quién luchaba? ¿Por qué?
Quiso incorporarse para mirar a su contrincante pero no pudo. Notó las pisadas que se acercaban. Quería gritarle que nada importaba tanto como para matarse mutuamente. Quería decirle que él ya estaba cansado de luchar y de vivir, y que moriría allí mismo disfrutando por primera vez de una lluvia que nunca había tenido tiempo de saborear. Se quedaría allí tumbado, esperando que se le desangrara el corazón, mientras la lluvia lo bañaba, lo regaba, lo limpiaba. Por una vez, destensaría sus músculos, relajaría su concentración y permitiría que la lluvia lo acunara y se lo llevara lejos de ese árido e inhóspito campo de batalla al que había llegado siguiendo un camino que ahora encontraba absurdo. Tan sólo quería pedir a su enemigo que no se preocupara en rematarlo, él estaba bien así, ya no le dolía nada, ya le dolía todo y, sin embargo, sentir por una vez se le hizo hermoso y nuevo y claro y limpio. Sólo quería pedirle que lo despojara de sus ropas de guerrero –tan orgulloso había estado de ellas- y lo vistiera con una túnica suave y blanca, vaporosa y maleable como el viento entre las hojas, como la lluvia en torrente, como una cascada entre las piedras.
Sólo quería decirle que le diera un nuevo nombre para poder morir con el alma limpia, que le susurrara una bella palabra que resonara en su cráneo suavemente mientras el resto de su conciencia desaparecía.
El enemigo se acercó y lo miró con sus propios ojos, sonrientes, felices, llenos de una extraña paz que no se correspondía con el enemigo que él recordaba de varios días o semanas peleando. ¿De dónde había salido?
El enemigo se acercó y lo miró y sonrió y le susurró el eco de un viento lejano que le apagó las llamas de las heridas, le curó todas las cicatrices, le brotó palabras nuevas y visiones distintas. El enemigo se acercó y le susurró un nombre, varios apellidos y una dirección de correo postal. Después, le tocó la mano y desapareció.
El guerrero también desapareció. El campo de batalla se quedó vacío y seco, a la espera de otro nuevo ser empeñado en luchar contra su propia alma.
Uno de ellos cayó al suelo, cansado, malherido, dolorido. Mientras se incorporaba como un resorte que vuelve a su posición de partida, fruto del aprendizaje de toda una vida, fruto del instinto guerrero que no le permite permanecer en el suelo más de una milésima de segundo, una imagen blanca le llenó la mente y luego se esfumó. Ya de pie, a través de las gotas sudorosas que le brotaban de la frente, alcanzó a ver a su enemigo: un hombre sudoroso, cansado, malherido y dolorido que se levantaba del suelo como un resorte que vuelve a su posición de partida y, que a través de las gotas de sudor que le brotaban de la frente, observaba a su enemigo. ¿Habría visto él también una imagen blanca fría, ligera, dulce y desenfocada que le besaba la sien derecha y le aturdía con una fragancia de jazmines en un lugar tan inhóspito como este desértico, solitario y árido campo de batalla?
Por instinto, por costumbre, por aprendizaje, siguieron peleando. Estaban adiestrados para no morir, para recoger la espada una y otra vez, para incorporar el dolor de las heridas a su organismo una y otra vez. Si se pararan a pensar tan sólo un segundo por qué estaban allí, ¿lo recordarían acaso?
Pero no te puedes parar a pensar ni a respirar cuando tu propia alma te ataca con la misma fiereza, decisión y constancia con la que tú te defiendes. ¿Cómo se llega hasta aquí? ¿Cómo se sale de aquí?
Nuestro guerrero desdoblado observaba a su contrincante que a su vez lo observaba a él, como las dos caras de una moneda vieja, gastada y roñosa que no pueden dejar de acompañarse ni de espiarse. Dos caras que no pueden separarse y que están abocadas a dar vueltas y vueltas sin fin sobre sí mismas, como la peonza de un niño inocente y malvado que sólo quiere jugar y no conoce límites.
Nuestro guerrero sigue luchando contra sí mismo.
¿Habrá alguna manera de detenerlo?
¿Habrá alguna manera de apaciguarlo?
¿Habrá alguna manera de saber qué parte del entramado hay que tocar para que el mecanismo salte por los aires o se apague por sí mismo o se desencaje?
¿Hay algún modo de separar las dos caras de una misma y fina moneda?
De repente, se puso a llover. Y a tronar. Y a relampaguear. Una lluvia fina, continua y pesada que sorprendió a nuestro guerrero y permitió que su enemigo más sabio y alerta que él lo apuñalara insertando su dedo directamente en el ventrículo izquierdo del corazón, el ventrículo desde el cual toda la sangre llena de oxígeno se extiende por el cuerpo.
El guerrero se tambaleó y cayó. Entre las nubes y la lluvia, buscó la visión blanca que le sorprendió hace minutos o días, no recuerda bien.
No la encontró, pero la lluvia y el agua y la tierra húmeda y el escozor de las heridas le hicieron pensar que ya estaba cansado de luchar. Que quizá no mereciera la pena. Al fin y al cabo, se preguntó, ¿contra quién luchaba? ¿Por qué?
Quiso incorporarse para mirar a su contrincante pero no pudo. Notó las pisadas que se acercaban. Quería gritarle que nada importaba tanto como para matarse mutuamente. Quería decirle que él ya estaba cansado de luchar y de vivir, y que moriría allí mismo disfrutando por primera vez de una lluvia que nunca había tenido tiempo de saborear. Se quedaría allí tumbado, esperando que se le desangrara el corazón, mientras la lluvia lo bañaba, lo regaba, lo limpiaba. Por una vez, destensaría sus músculos, relajaría su concentración y permitiría que la lluvia lo acunara y se lo llevara lejos de ese árido e inhóspito campo de batalla al que había llegado siguiendo un camino que ahora encontraba absurdo. Tan sólo quería pedir a su enemigo que no se preocupara en rematarlo, él estaba bien así, ya no le dolía nada, ya le dolía todo y, sin embargo, sentir por una vez se le hizo hermoso y nuevo y claro y limpio. Sólo quería pedirle que lo despojara de sus ropas de guerrero –tan orgulloso había estado de ellas- y lo vistiera con una túnica suave y blanca, vaporosa y maleable como el viento entre las hojas, como la lluvia en torrente, como una cascada entre las piedras.
Sólo quería decirle que le diera un nuevo nombre para poder morir con el alma limpia, que le susurrara una bella palabra que resonara en su cráneo suavemente mientras el resto de su conciencia desaparecía.
El enemigo se acercó y lo miró con sus propios ojos, sonrientes, felices, llenos de una extraña paz que no se correspondía con el enemigo que él recordaba de varios días o semanas peleando. ¿De dónde había salido?
El enemigo se acercó y lo miró y sonrió y le susurró el eco de un viento lejano que le apagó las llamas de las heridas, le curó todas las cicatrices, le brotó palabras nuevas y visiones distintas. El enemigo se acercó y le susurró un nombre, varios apellidos y una dirección de correo postal. Después, le tocó la mano y desapareció.
El guerrero también desapareció. El campo de batalla se quedó vacío y seco, a la espera de otro nuevo ser empeñado en luchar contra su propia alma.
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