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Nana de Antoñito

Antoñito se despertó con los primeros rayos de sol que entraban por la ventana, muy preocupado porque ya andaba tarde para hacer todas las cosas que tenía pendientes antes de que llegara el mediodía.
Por de pronto, tenia que bajar a asegurarse de que el coche del señor uniformado, el vecino al que algún que otro domingo acompañaba a ver un partido de fútbol a pesar de que a él mucho el deporte no le gustaba, seguía aparcado en el mismo lugar sin ningún rasguño ni faltante en el interior.
Era una tarea delicada cuidar un coche así, mejor dicho, una 4 x 4, para ser más precisos. No era algo que todo el mundo pudiera o supiera hacer. Estaba claro que el señor le había encomendado esa tarea a Antoñito después de haberlo observado durante varios años y haberse dado cuenta de que no había nadie más en el barrio que pudiera dedicarle tanto mimo y sabiduría al cuidado de su coche.

En esas cosas pensaba Antoñito mientras desayunaba, como cada mañana desde hacía cuarenta y tres años, leche entera con cuatro cucharadas de Cola Cao -siempre fue un goloso, ya se lo decía su madre- y un cuarto de barra de pan cortado en pedazos, que Antoñito tiraba a la leche con el mismo entusiasmo que un niño tirando trasantlánticos de miga de pan a un océano con forma de taza de loza gruesa.

Pero antes, que no se me pase por alto, pensaba Antoñito mientras se peinaba con agua de colonia la raya a la derecha, como en vida le enseñara su madre, tengo que tocarle el timbre a la vecina del tercero y decirle que ayer se le cayeron unas bragas de las cuerdas para tender. Que son de ella, lo sé, porque son iguales que las que le vi un día que hacía mucho viento y se le levantó la falda al salir del coche, un Renault verde oliva, de aquel novio que tan poco me gustaba porque nunca me saludó y aquí me conoce todo el mundo. Estuve a punto de decirle que con ese novio no iba a llegar a nada, que tuviera cuidado por si la dejaba preñada, pero quién soy yo para meterme donde no me llaman. Así que, aunque no dije nada, siempre lo miré mal y un día él ya no lo trajo más, y yo me alegré, a pesar de que nunca más volví a verle las bragas.

Así seguía pensando Antoñito mientras, de camino a la puerta de casa, pasó por delante del calendario y se dio cuenta de que hoy era dieciséis y Almudena, la señora de la peluquería que estaba en la esquina, que lo saludaba con una sonrisa todas las mañanas y siempre le preguntaba por su salud, ya no estaba ni estaría, porque era su cumpleaños y se jubiló, y no sabe bien la tristeza que a él le daba no verla más, aunque se alegraba por ella, ahora que ya no tenía que seguir aguantando a algunas clientas, especialmente esa que venía todos los sábados a primera hora y nunca estaba conforme con el peinado que le dejaban, pero tan mal no le dejarían porque al sábado siguiente ahí volvía a estar, que desde que estoy en este barrio nunca la vi faltar ni un solo sábado a la peluquería, a excepción del mes de agosto, claro, que es cuando la peluquería cierra y todas las demás tiendas del barrio.
Qué mes más triste, pero qué tranquilo también, sin el perro de la vecina del portal tres, que me ladra todos los días como si no me conociera o como si  yo fuera un maleante. Si me conocen todos y todos saben que soy un hombre honesto y de fiar, que así me enseñó mi madre y yo siempre le di la razón en todo, que era una mujer muy sabia y, lo que no sabía, lo intuía.

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