Un día, un niño corría recto en una sola dirección. De repente, frente a él, apareció otra niña que venía corriendo justo en dirección contraria. Hasta que se encontraron y se detuvieron:
- Se va por allí, –dijo el niño señalando frente a él.
- No, no; –respondió ella.– Es hacia allá, –afirmó señalando en dirección contraria.
Pasaron los días y no se pusieron de acuerdo.
Pasaron las semanas y seguían sin ponerse de acuerdo.
Los dos corrían en pos de la misma meta pero cada uno había elegido una dirección totalmente contraria a la del otro.
Mientras pudieron, siguieron discutiendo. La discusión los mantenía unidos y ninguno realmente tenía ya tantas ganas de seguir corriendo. Pero pasaron los meses y se dieron cuenta de que deberían seguir corriendo en direcciones opuestas si querían mantenerse fieles a la imagen que tenían de sí mismos, aquélla que dejó de tener sentido justo en el mismo momento en que se conocieron. Sin saberlo, se habían estado buscando hasta encontrarse.
Alargaron la discusión todo lo que pudieron, pero llegó el día en que se les acabaron las palabras y tuvieron miedo de mirarse a los ojos y perderse en la mirada del otro: les había costado mucho esfuerzo construirse una imagen ante la que pudieran decir “ése o ésa soy yo”, demasiado como para estar dispuesto a abandonarlo a cambio de la mirada que anhelaban.
Así que, internamente, cada uno a su manera, juraron no mirarse y permanecer inmunes a esa avalancha de emociones que se les venía encima.
Cuando ya no pudieron más, simplemente salieron corriendo en direcciones opuestas a la vez que, internamente, cada uno a su manera, se negaron el haberse cruzado con aquél al que, sin saberlo, estaban buscando.
Incapaces de desprenderse de sí mismos, se pasaron de largo para seguir buscando lo que acababan de perder.
- Se va por allí, –dijo el niño señalando frente a él.
- No, no; –respondió ella.– Es hacia allá, –afirmó señalando en dirección contraria.
Pasaron los días y no se pusieron de acuerdo.
Pasaron las semanas y seguían sin ponerse de acuerdo.
Los dos corrían en pos de la misma meta pero cada uno había elegido una dirección totalmente contraria a la del otro.
Mientras pudieron, siguieron discutiendo. La discusión los mantenía unidos y ninguno realmente tenía ya tantas ganas de seguir corriendo. Pero pasaron los meses y se dieron cuenta de que deberían seguir corriendo en direcciones opuestas si querían mantenerse fieles a la imagen que tenían de sí mismos, aquélla que dejó de tener sentido justo en el mismo momento en que se conocieron. Sin saberlo, se habían estado buscando hasta encontrarse.
Alargaron la discusión todo lo que pudieron, pero llegó el día en que se les acabaron las palabras y tuvieron miedo de mirarse a los ojos y perderse en la mirada del otro: les había costado mucho esfuerzo construirse una imagen ante la que pudieran decir “ése o ésa soy yo”, demasiado como para estar dispuesto a abandonarlo a cambio de la mirada que anhelaban.
Así que, internamente, cada uno a su manera, juraron no mirarse y permanecer inmunes a esa avalancha de emociones que se les venía encima.
Cuando ya no pudieron más, simplemente salieron corriendo en direcciones opuestas a la vez que, internamente, cada uno a su manera, se negaron el haberse cruzado con aquél al que, sin saberlo, estaban buscando.
Incapaces de desprenderse de sí mismos, se pasaron de largo para seguir buscando lo que acababan de perder.
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