En la puerta del ciber que se encuentra al 1600 de la avenida Pueyrredón, entre Beruti y Juncal, hay una ancianita con panties gruesos de color carne, vestido liviano y una chaqueta de punto gordo color rosa, sentada en una silla de playa. Cada mediodía, cuando emprende el regreso a la casa después de varias horas de pedir limosna, recoge la silla, abre la puerta del ciber oscuro, con olor a cigarrillo y música estridente, y, saludando a los adolescentes que cuidan el local, la aparca en un rincón justo al lado del mostrador.
La viejita, llamémosla Rosita, trabaja sentada en su silla desde temprano y, a pesar de la edad ya olvidada, nos mira a los transeúntes con expresión de vernos y, al cabo de varios días, reconocernos.
Nos mira pasar, con nuestras prisas, con nuestros bolsos repletos de cuadernos, papeles, maquillajes, perfumes y pañuelos, y sonríe directamente a nuestros ojos, como si supiera de nuestros pesares y quisiera aliviarnos.
Al cabo de varias mañanas de pasar rauda a su lado, comencé a aminorar mis pasos cada vez que me acercaba a su cuadra: buscaba que su sonrisa me alentara.
Es así que comencé a escucharla. Un día, la oí pedir unas monedas a la señora que caminaba justo delante mío. Otro día, al acercarme, toqué un par de pesos olvidados en el bolsillo de mi pantalón a la espera de que se dirigiera a mí y me pidiera. Al otro día, me paré a su lado, ya con los pesos en la palma de la mano, mientras tocaba con los dedos la que ella me tendía.
Me sentía feliz de saludarla, desearle los buenos días, darle un pesito y sentir su mirada sonriente que asentía levemente sin cesar.
Tenía la ilusión de que mi saludo la reconfortara de algún modo. Pensaba que quizás era verdad que me reconocía entre tantos transeúntes que pasaban a su lado cada día.
Hasta que vi cómo le pedía a una vecina que, con las tres moneditas que había conseguido, entrara en la panadería de al lado y le comprara un pedazo de tarta de zapallito.
¿Cuándo podría yo ostentar el privilegio de comprarle un pedazo de tarta a esa mujer que parecía no estar harta de sentarse todas las mañanas en medio de la calle a sonreírle a decenas de transeúntes malhumorados y atareados?
No sé por qué tenía la impresión de que era ella la que nos escogía.
Alguien me contó que la ancianita vivía lejos, que venía hasta mi calle porque acá le daban monedas. La vi salir del metro un día, encorvada desde la cintura, condenada a caminar mirando el cemento, con su chaqueta de punto rosa y unos zapatitos negros de fieltro raído. Me causó asombro que, entre las prisas de una gran ciudad, las escaleras del metro y las piernas hostiles de los demás, siguiera reflejando la calma y la entereza que desplegaba sentada en una silla de playa como quien se sienta en el sofá de su casa a recibir a los invitados que quieren agasajarla.
Un día no apareció más y vi a más de una persona pararse desconcertada delante del ciber mirando en torno como quien ha perdido una referencia y cree haber errado el camino.
Yo misma recorrí varias veces la vereda con la sensación de estar en el lugar equivocado.
Al poco tiempo, me mudé lejos y no volví a caminar por esa cuadra, agradecida en el fondo de no tener que enfrentarme cada mañana al vacío que su ausencia había dejado.
La viejita, llamémosla Rosita, trabaja sentada en su silla desde temprano y, a pesar de la edad ya olvidada, nos mira a los transeúntes con expresión de vernos y, al cabo de varios días, reconocernos.
Nos mira pasar, con nuestras prisas, con nuestros bolsos repletos de cuadernos, papeles, maquillajes, perfumes y pañuelos, y sonríe directamente a nuestros ojos, como si supiera de nuestros pesares y quisiera aliviarnos.
Al cabo de varias mañanas de pasar rauda a su lado, comencé a aminorar mis pasos cada vez que me acercaba a su cuadra: buscaba que su sonrisa me alentara.
Es así que comencé a escucharla. Un día, la oí pedir unas monedas a la señora que caminaba justo delante mío. Otro día, al acercarme, toqué un par de pesos olvidados en el bolsillo de mi pantalón a la espera de que se dirigiera a mí y me pidiera. Al otro día, me paré a su lado, ya con los pesos en la palma de la mano, mientras tocaba con los dedos la que ella me tendía.
Me sentía feliz de saludarla, desearle los buenos días, darle un pesito y sentir su mirada sonriente que asentía levemente sin cesar.
Tenía la ilusión de que mi saludo la reconfortara de algún modo. Pensaba que quizás era verdad que me reconocía entre tantos transeúntes que pasaban a su lado cada día.
Hasta que vi cómo le pedía a una vecina que, con las tres moneditas que había conseguido, entrara en la panadería de al lado y le comprara un pedazo de tarta de zapallito.
¿Cuándo podría yo ostentar el privilegio de comprarle un pedazo de tarta a esa mujer que parecía no estar harta de sentarse todas las mañanas en medio de la calle a sonreírle a decenas de transeúntes malhumorados y atareados?
No sé por qué tenía la impresión de que era ella la que nos escogía.
Alguien me contó que la ancianita vivía lejos, que venía hasta mi calle porque acá le daban monedas. La vi salir del metro un día, encorvada desde la cintura, condenada a caminar mirando el cemento, con su chaqueta de punto rosa y unos zapatitos negros de fieltro raído. Me causó asombro que, entre las prisas de una gran ciudad, las escaleras del metro y las piernas hostiles de los demás, siguiera reflejando la calma y la entereza que desplegaba sentada en una silla de playa como quien se sienta en el sofá de su casa a recibir a los invitados que quieren agasajarla.
Un día no apareció más y vi a más de una persona pararse desconcertada delante del ciber mirando en torno como quien ha perdido una referencia y cree haber errado el camino.
Yo misma recorrí varias veces la vereda con la sensación de estar en el lugar equivocado.
Al poco tiempo, me mudé lejos y no volví a caminar por esa cuadra, agradecida en el fondo de no tener que enfrentarme cada mañana al vacío que su ausencia había dejado.
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