Ya en el umbral, mi hija y yo miramos por última vez el pasillo de entrada. Como es mi costumbre, levanté la mano para despedirme del espacio vacío antes de cerrar la puerta dejando la llave dentro. Mientras agitaba el brazo y le explicaba a mi hija la importancia de este gesto, recorrí con mi mente los últimos días vividos: el reencuentro con amigas de la infancia, los paseos por el Retiro, las conversaciones interminables tras el almuerzo, el paseo nocturno por la Plaza de Oriente acomapañadas por la ópera que retransmitían en el exterior del Teatro Real, la mano de Álvaro abrazando mi cintura. De repente, me acordé del tren y cerré la puerta. Llamé al taxi mientras me abalanzaba escaleras abajo con Lucía en la cadera sujeta con una tela al estilo bandolera. La pesada maleta me esperaba en el pasillo trasero escondida detrás de una mesa y una sillita de bebé. El taxi estaba en la entrada.
De camino a la estación, Lucía se aferraba a mi pecho en silencio. Yo miraba por la ventanilla la horda de transeúntes que caminaba por la Gran Vía: almas paseando con sus sentimientos a cuestas, miradas ciegas a los ojos ajenos, seres hechos de recuerdos cambiantes. Pensé que era una locura echar raíces en un sitio así y que a mí siempre se me dio bien hacer locuras.
Como ya era un hábito en nosotras, le señalé la Cibeles al rodearla para subir por el Paseo de Recoletos. Miré el antiguo edificio de Correos, volví la cabeza para seguir observando la Puerta de Alcalá. "¿Cómo sería volver?", me preguntaba.
Me extrañó que Lucía siguiera aferrada a mí sin moverse. Decidi aprovechar su quietud para simplemente mirar por la ventanilla del taxi y ver Madrid pasar.
Una vez más, llegamos a Chamartín con media hora de antelación, la necesaria para buscar la vía sin prisas, pasar los controles y acomodarnos en nuestro asiento. Gastamos los últimos minutos antes de la salida del tren abrazadas la una a la otra viendo a los demás pasajeros colocar maletas, acomodar chaquetas y bolsos. intercambiar pasillo por ventanilla.
Cuando el tren por fin comenzó a moverse en absoluto silencio, mi hija giró su cabeza hacia mí con una interrogación en la mirada.
De camino a la estación, Lucía se aferraba a mi pecho en silencio. Yo miraba por la ventanilla la horda de transeúntes que caminaba por la Gran Vía: almas paseando con sus sentimientos a cuestas, miradas ciegas a los ojos ajenos, seres hechos de recuerdos cambiantes. Pensé que era una locura echar raíces en un sitio así y que a mí siempre se me dio bien hacer locuras.
Como ya era un hábito en nosotras, le señalé la Cibeles al rodearla para subir por el Paseo de Recoletos. Miré el antiguo edificio de Correos, volví la cabeza para seguir observando la Puerta de Alcalá. "¿Cómo sería volver?", me preguntaba.
Me extrañó que Lucía siguiera aferrada a mí sin moverse. Decidi aprovechar su quietud para simplemente mirar por la ventanilla del taxi y ver Madrid pasar.
Una vez más, llegamos a Chamartín con media hora de antelación, la necesaria para buscar la vía sin prisas, pasar los controles y acomodarnos en nuestro asiento. Gastamos los últimos minutos antes de la salida del tren abrazadas la una a la otra viendo a los demás pasajeros colocar maletas, acomodar chaquetas y bolsos. intercambiar pasillo por ventanilla.
Cuando el tren por fin comenzó a moverse en absoluto silencio, mi hija giró su cabeza hacia mí con una interrogación en la mirada.
¿Por qué nos marchamos de los lugares donde fuimos felices? Tal vez lo fuimos porque nos marchamos a tiempo. Ojalá fuese tan fácil quedarse.
ResponderEliminarHasta pronto.
Después de muchos viajes, quedarse es el gran reto, la gran aventura; quedarse y seguir descubriendo algo nuevo cada día.
ResponderEliminarUn abrazo, Mercedes, siempre me alegra leer tus comentarios.