Eran las ocho menos cuarto de la tarde y volvía a casa.
Caminaba por la misma calle por la que vuelvo siempre del centro.
La música procedía del edificio de la esquina, así que imaginé algún joven estudiante saxofonista practicando. Sonreí; me encanta oir ensayar cualquier instrumento: los acordes que se repiten una y otra vez son una especie de ventanas sonoras que me transportan al estado de concentración en que está sumida la persona que toca. Alegran la calle; la enriquecen como si se tratara de la banda sonora de una película; le dan densidad a las pisadas, a los cláxones, a las conversaciones breves e intrascendentes de los encuentros casuales.
Miré hacia las ventanas del edificio como si pudiera ver las notas saliendo de algún piso. Quizás el segundo, que tenía los cristales entreabiertos; de ninguna manera el tercero, que estaba cerrado a cal y canto.
Sin embargo, según me acercaba, parecía que el músico estuviese sentado en la acera: la música se expandía a ras de suelo.
Pero no había nadie; tan solo una pescadería con la luz apagada y una caja de mejillones abandonada en el mostrador. Pensé que alguien estaría dando clases en la trastienda.
Finalmente, al doblar la esquina, en el extremo del mostrador, pude ver una escena que me cautivó: sentado en un taburete bajo, casi a la altura del suelo y con la poca luz que entraba por el escaparate, un señor de unos cincuenta años, de brazos robustos y barriga prominente -¿el pescadero, quizás?-, tocaba el saxo.
Caminaba por la misma calle por la que vuelvo siempre del centro.
La música procedía del edificio de la esquina, así que imaginé algún joven estudiante saxofonista practicando. Sonreí; me encanta oir ensayar cualquier instrumento: los acordes que se repiten una y otra vez son una especie de ventanas sonoras que me transportan al estado de concentración en que está sumida la persona que toca. Alegran la calle; la enriquecen como si se tratara de la banda sonora de una película; le dan densidad a las pisadas, a los cláxones, a las conversaciones breves e intrascendentes de los encuentros casuales.
Miré hacia las ventanas del edificio como si pudiera ver las notas saliendo de algún piso. Quizás el segundo, que tenía los cristales entreabiertos; de ninguna manera el tercero, que estaba cerrado a cal y canto.
Sin embargo, según me acercaba, parecía que el músico estuviese sentado en la acera: la música se expandía a ras de suelo.
Pero no había nadie; tan solo una pescadería con la luz apagada y una caja de mejillones abandonada en el mostrador. Pensé que alguien estaría dando clases en la trastienda.
Finalmente, al doblar la esquina, en el extremo del mostrador, pude ver una escena que me cautivó: sentado en un taburete bajo, casi a la altura del suelo y con la poca luz que entraba por el escaparate, un señor de unos cincuenta años, de brazos robustos y barriga prominente -¿el pescadero, quizás?-, tocaba el saxo.
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