Andrei Tarkovsky (Unión Soviética, URSS, 1962)
Iván, de doce años, era uno de los muchos niños que se infiltraban en las filas nazis para recoger información que luego entregaban a la Unión Soviética. Como vemos en la película, jugaron un papel decisivo en el curso de la guerra. Pero, muy a pesar del propio Iván quien, tras haber vivido el asesinato de su madre y su hermana a manos de los alemanes, solo pensaba en volver a las líneas enemigas y vengarse, el subtítulo de esta película podría ser: Ningún niño debería pasar por esto. Ningún niño debería extenuarse cruzando a nado en la oscuridad el ancho río que separa el frente alemán del ruso. Ningún niño debería sentir en soledad el miedo de pensar que no puede más y ha llegado el fin. Incluso antes de llegar a este punto, ningún niño debería vivir la muerte gratuita de sus seres queridos a manos de alguien que ni siquiera les odia, sino que tan sólo procede de otra región geográfica.
Aún así, esta no es una película moralista. Es tan solo el relato —está basado en un cuento de Vladimir Bogomolov que, a su vez, está inspirado en hechos reales— del mundo interior de Iván: su carácter, las personas que lo rodean, las pesadillas que pueblan su sueño, su deseo indomable de seguir en combate, puesto que, como él mismo dice, en tiempos de guerra sólo se retira quien no sirve para nada.
Si hubiera sido rodada hoy en día, claramente pertenecería a la categoría de cine independiente, entre otras cosas, por la escasez de medios con que se rodó. Tarkovsky logra plasmar los sentimientos de los personajes mediante un manejo sumamente creativo de cualquier elemento que le rodee. Una habitación que apenas contiene una mesa, una silla, una cuerda y una campana desvencijada le bastan para mostrarnos el desasosiego interior de un niño al que le preocupa hablar en voz alta por las noches y dejar escapar los monstruos que le habitan.
Hay imágenes de una gran belleza lírica, como la del beso del comandante y la médica encima de una trinchera: él quiere robarle un beso pero ella no se entrega. Al encontrarse con una trinchera que ella quiere saltar sin ayuda, él la abraza y, con un pie a cada lado del hoyo, la besa, mientras los pies de ella se mecen en el aire por encima de la tierra cavada. Todo el cortejo, incluido el beso y el desenlace final, conforman una escena muy creativa y sugerente, con muchos ángulos desde la que apreciarla.
No puedo terminar esta reseña sin destacar otra escena aún más elocuente. Iván huye de los altos cargos que le dan cobijo porque quieren sacarlo de combate y enviarlo a una escuela militar. Él no quiere ni oír hablar de ello. Se esconde en unas tablas que apenas lo protegen de la intemperie. Aparece un anciano que busca un clavo y, al ver a Iván solo, le dice: "Entra". ¿Entrar adónde? Si no quedan en pie más que algunas maderas y un viejo horno que las llamas no pueden destruir. Al poco rato, llegan en un jeep los altos cargos que lo buscan. Convencen a Iván de que vuelva con ellos. El jeep se aleja atravesando el fango y resbalando de lado a lado con brusquedad. El anciano aterrado espía la escena abrazado a una gallina desde el umbral de una puerta que quedó en pie. Cuando todos se alejan, cierra el portón y echa el cerrojo. Es difícil describir la potencia visual y evocadora de un anciano loco echando el cerrojo a una puerta que no cierra nada, pues no hay paredes ni muros ni tabiques, ni siquiera mosaicos en el suelo para imaginar lo que ya no existe.
No quiero alargarme más intentando describir cada escena —no hay ni una de la que no merezca la pena hablar— explicando la cantidad de ángulos que nos muestra el director. Tras echarle un vistazo al diccionario, diría que esta película es un prisma objetivo porque nos permite "observar muchos espectros a la vez".
Está considerada una obra maestra del cine de todos los tiempos.
Comentarios
Publicar un comentario