Lucía se levantó esa mañana con un ímpetu inusual. Abrió los ojos saltones sonriéndose a sí misma y riéndose del descuido de haberse acostado anoche con un calcetín verde a rayas en el pie derecho y otro azul celeste en el izquierdo. El descuido abrió una rendija por la que se asomaron los pensamientos obsesivos que la asaltaron ayer al salir de la cocina camino a la habitación para ponerse el pijama. Su rostro se nubló durante un segundo escaso y, al instante, volvió a sonreír con fuerza mientras se apartaba el flequillo que bailaba delante de sus ojos. Ese día –sería la primavera, pensó– era el día perfecto para hacer todo lo que venía postergando desde hace semanas. Lo mejor, se dijo a sí misma, sería comenzar haciendo una lista.
Colocó la taza de té rojo y la rebanada de pan integral en la mesita de noche, acercó el ordenador portátil y de un salto se acomodó en la cama con las piernas cruzadas. Bien, decidió, es el momento de aprovechar las ventajas de la tecnología. Abrió el Outlook, hizo clic en Tareas y comenzó a escribir: comprar unas cortinas para la habitación, hacerme el carnet de la biblioteca, comprarme unas playeras, anotarme en el gimnasio, cocinar la carne que compré antes de ayer, llamar a Elisa para tomar un café, explicar a mi madre cómo se crea un blog.
Va bien, reflexionó; mientras me acuerdo de alguna más, voy a ver si me ha llegado algún correo. Un par de mensajes de Facebook la llevaron a visitar el muro de un par de amigos, dejar un comentario y dejarse ver, buscar alguna foto en su álbum particular para cambiar la del perfil –llevo tiempo queriendo cambiarla, se excusó, también es una tarea pendiente– y chatear durante más de una hora con una amiga de la infancia de la que no sabía nada desde hace veinte años.
De pronto, sintió hambre. Miró la taza y el plato que había apoyado esta mañana en la mesita y se sorprendió de que estuvieran vacíos. Vaya, masculló, tendré que ir a la cocina a por otra rebanada de pan mientras espero a que llegue el mediodía. Al entrar en la cocina, miró el imán-reloj que tenía en el frigorífico y no pudo creer lo que veía. Qué barbaridad, aulló, ya son las tres de la tarde y no tengo nada preparado para comer. Una de las tareas es cocinar la carne, recordó, pero entre que corto el pimiento y la cebolla, lo rehogo y espero a que se cocine todo, se me hacen las cuatro. Mejor lo dejo para esta tarde y ahora como cualquier cosa, decidió.
Uy, hoy es sábado, la biblioteca sólo abre hasta las dos y media; vaya por dios, tendré que dejarlo para el próximo sábado porque durante la semana no me dan los tiempos. ¿Y el gimnasio? ¿Estará abierto los sábados por la tarde? Seguro que Elisa lo sabe. Voy a llamarla. Aunque mejor espero a más tarde porque no quiero molestarla mientras está haciendo sobremesa con José y los niños. A la cinco es buena hora, reflexionaba Lucía mientras preparaba una ensalada y una tortilla francesa. Algo rápido y ligero, para no entretenerme. Voy a mirar lo de los blogs para explicárselo a mi madre.
De nuevo en la cama con el ordenador portátil en el regazo y un té verde en la mesita de noche, Lucía actualizó su blog, se perdió por las profundidades de Internet buscando diseños nuevos, salió a la superficie con una selección de preferidos y los guardó en una carpeta para no perderlos. Leyó algunos microrrelatos en otros blogs, dejó varios comentarios y, cuando la oscuridad comenzó a envolverla, levantó la cabeza del ordenador y pensó que ya habrían cerrado las tiendas, que era tarde para ponerse a cocinar y que mejor se preparaba un sándwich, que Elisa estaría bañando a los niños y que su madre no le abriría la
puerta si se presentaba a estas horas.
Mañana, se prometió, mientras apagaba la luz de la mesita y daba media vuelta en la cama dando la espalda a la lista de tareas.
Colocó la taza de té rojo y la rebanada de pan integral en la mesita de noche, acercó el ordenador portátil y de un salto se acomodó en la cama con las piernas cruzadas. Bien, decidió, es el momento de aprovechar las ventajas de la tecnología. Abrió el Outlook, hizo clic en Tareas y comenzó a escribir: comprar unas cortinas para la habitación, hacerme el carnet de la biblioteca, comprarme unas playeras, anotarme en el gimnasio, cocinar la carne que compré antes de ayer, llamar a Elisa para tomar un café, explicar a mi madre cómo se crea un blog.
Va bien, reflexionó; mientras me acuerdo de alguna más, voy a ver si me ha llegado algún correo. Un par de mensajes de Facebook la llevaron a visitar el muro de un par de amigos, dejar un comentario y dejarse ver, buscar alguna foto en su álbum particular para cambiar la del perfil –llevo tiempo queriendo cambiarla, se excusó, también es una tarea pendiente– y chatear durante más de una hora con una amiga de la infancia de la que no sabía nada desde hace veinte años.
De pronto, sintió hambre. Miró la taza y el plato que había apoyado esta mañana en la mesita y se sorprendió de que estuvieran vacíos. Vaya, masculló, tendré que ir a la cocina a por otra rebanada de pan mientras espero a que llegue el mediodía. Al entrar en la cocina, miró el imán-reloj que tenía en el frigorífico y no pudo creer lo que veía. Qué barbaridad, aulló, ya son las tres de la tarde y no tengo nada preparado para comer. Una de las tareas es cocinar la carne, recordó, pero entre que corto el pimiento y la cebolla, lo rehogo y espero a que se cocine todo, se me hacen las cuatro. Mejor lo dejo para esta tarde y ahora como cualquier cosa, decidió.
Uy, hoy es sábado, la biblioteca sólo abre hasta las dos y media; vaya por dios, tendré que dejarlo para el próximo sábado porque durante la semana no me dan los tiempos. ¿Y el gimnasio? ¿Estará abierto los sábados por la tarde? Seguro que Elisa lo sabe. Voy a llamarla. Aunque mejor espero a más tarde porque no quiero molestarla mientras está haciendo sobremesa con José y los niños. A la cinco es buena hora, reflexionaba Lucía mientras preparaba una ensalada y una tortilla francesa. Algo rápido y ligero, para no entretenerme. Voy a mirar lo de los blogs para explicárselo a mi madre.
De nuevo en la cama con el ordenador portátil en el regazo y un té verde en la mesita de noche, Lucía actualizó su blog, se perdió por las profundidades de Internet buscando diseños nuevos, salió a la superficie con una selección de preferidos y los guardó en una carpeta para no perderlos. Leyó algunos microrrelatos en otros blogs, dejó varios comentarios y, cuando la oscuridad comenzó a envolverla, levantó la cabeza del ordenador y pensó que ya habrían cerrado las tiendas, que era tarde para ponerse a cocinar y que mejor se preparaba un sándwich, que Elisa estaría bañando a los niños y que su madre no le abriría la
puerta si se presentaba a estas horas.
Mañana, se prometió, mientras apagaba la luz de la mesita y daba media vuelta en la cama dando la espalda a la lista de tareas.
Querida Carmen, has retratado con exactitud y magia lo que tantas veces hemos vivido el común de los mortales de nuestros días. Si el ordenador y las redes sociales se crearon para ahorrar tiempo y facilitarnos la vida, ¿por qué cada vez tenemos menos tiempo?
ResponderEliminarUn abrazo.
Concido plenamente con Mercedespinto, lo has retratado muy bien. Y añado algo más, la sensación al leer de que Lucía está sola.
ResponderEliminarBesos
Qué bueno leer los comentarios de otras personas. Me sorprende descubrir aspectos que no conocía del relato que escribí. ¿Será por eso que dicen que los personajes tienen vida propia?
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