El día más importante de mi vida comenzó como cualquier otro.
Abrí los ojos a las nueve de la mañana, me senté en la cama, hice ejercicios de cuello y brazos para desentumecerlos, caminé hasta la ventana, descorrí las cortinas, subí las persianas, hice la cama y preparé la bañera con mucha espuma y mi aroma preferido de naranja con canela.
Me gusta empezar los días al revés: el baño relajante con lectura incluida antes siquiera de abrir la puerta de la habitación y aventurarme en el mundo exterior. Ese día, mientras mi piel arrugada por la edad se arrugaba aún más con el agua, leí el final de "El Quijote". "Por fin", pensé cerrando la tapa del libro, "toda la vida queriendo leerlo de cabo a rabo. Ahora ya puedo morirme tranquila", bromeé mientras me untaba una crema que prometía reafirmar un cuerpo que llevaba ochenta y cinco años sobre la tierra.
En el mismo momento en que estaba girando el manillar de la puerta, el teléfono comenzó a sonar. "Mariana", me dije, "puntual como siempre".
–Hola, hija.
–Hola, mamá; hoy no puedo pasar a verte. Julián tiene turno de tarde y me quedo con las niñas en casa. Estoy saliendo al pediatra. Tengo turno para vacunar a Sonia. Llego tarde. ¿Estás bien? –desembuchó con prisas y sin pausa, como era su costumbre.
–Sí, cariño –contesté con el auricular algo alejado del oído. Apenas me quedan unos pocos dientes en su sitio, pero sigo oyendo de maravilla–. Lo que hace falta es que no le dé fiebre esta noche.
–¿Por qué lo dices? A Sonia nunca le dan fiebre las vacunas. ¿No te acuerdas? A ver ¿cuándo le han dado fiebre? Jolín, mamá, parece que lo dijeras a propósito.
–No, cariño; tienes razón. Me confundí con Elsa. ¿Venís mañana? –aventuré.
–¿Cómo quieres que lo sepa? Creo que Julián también tiene turno de tarde, pero tengo que ir a la biblioteca a devolver los libros de las niñas. Y comprarles unos zapatos, que no les valen los del año pasado. Hace demasiado calor para que sigan llevando los de invierno; se les van a hacer rozaduras con el sudor. Siempre gastando dinero; todos los meses terminamos en números rojos. Así nunca vamos a salir adelante.
–Ya verás como todo se arregla, hija –dije sin pensar demasiado en la retahíla de quejas a la que me sometía todas las mañanas.
–Sí, claro; eso es fácil decirlo. A mí me cuesta mucho ganarme el dinero. Está claro que tú nunca tuviste ese problema. Bueno, te dejo, que llego tarde al médico y ya sabes cómo es –finalizó.
–Hasta mañana, hija.
Me senté en la mesa americana de la cocina de cara al jardín. Bebí un zumo de limón a sorbos mientras pensaba en lo que haría a continuación: zambullirme entre las plantas, está claro, pero ¿por dónde empezaría? ¿Por los tomates? ¿Por las rosas? ¿Por la parra bajo la que me siento a pensar al atardecer?
Era uno de esos días en los que me sentía con ánimo de improvisar. Dejarme llevar por los olores y el instinto tijera en mano.
Era uno de esos días en los que necesitaba desahogar la frustración telefónica llenándome de tierra.
Tres horas más tarde, emergí del jardín de invierno con el alma algo más serena y mucho hambre. Saqué del frigorífico las lentejas que guisé el día anterior con puerro, pimiento, ajo y mucho chorizo en honor al médico que me alienta a comer menos grasas para vivir más años. Con el sabor del picante en la boca, me serví una copa de vino tinto y brindé a la salud de Honorato, la pareja invisible que me acompaña cuando tengo ganas de charlar sola en casa.
Y así pasé la tarde, charlando con Honorato sobre la vida y la muerte, y el amor y el desamor, o más concretamente, la hostilidad de mi hija, la soledad de las puestas de sol tras las ventanas, los imposibles que acarreé durante tantas décadas y ni siquiera intenté.
Cuando cayó la tarde y la parra se revolvió mirándome seductora, me tumbé en la hamaca y dejé que el tiempo me meciera. Sentí como si alguien estuviera columpiándome, o tal vez fuera que me estaba mareando. No importa. El caso es que me anegó el cansancio de toda una vida y sentí deseos de convertirme en tierra y en aire, de rodar montaña abajo como un alud de nieve o socavar las entrañas de la cordillera como el agua fresca de un iceberg. Aunque, en realidad, me conformaría con convertirme en una de las rosas que planté y sentir cómo me deshojo lentamente tras un día de plenitud.
Pensé que Mariana se alegraría de poder mudarse a esta casa y que las nietas corretearían por el césped persiguiendo alguna mariposa.
Estaba tan cansada...
que simplemente cerré los ojos y dejé de respirar.
Abrí los ojos a las nueve de la mañana, me senté en la cama, hice ejercicios de cuello y brazos para desentumecerlos, caminé hasta la ventana, descorrí las cortinas, subí las persianas, hice la cama y preparé la bañera con mucha espuma y mi aroma preferido de naranja con canela.
Me gusta empezar los días al revés: el baño relajante con lectura incluida antes siquiera de abrir la puerta de la habitación y aventurarme en el mundo exterior. Ese día, mientras mi piel arrugada por la edad se arrugaba aún más con el agua, leí el final de "El Quijote". "Por fin", pensé cerrando la tapa del libro, "toda la vida queriendo leerlo de cabo a rabo. Ahora ya puedo morirme tranquila", bromeé mientras me untaba una crema que prometía reafirmar un cuerpo que llevaba ochenta y cinco años sobre la tierra.
En el mismo momento en que estaba girando el manillar de la puerta, el teléfono comenzó a sonar. "Mariana", me dije, "puntual como siempre".
–Hola, hija.
–Hola, mamá; hoy no puedo pasar a verte. Julián tiene turno de tarde y me quedo con las niñas en casa. Estoy saliendo al pediatra. Tengo turno para vacunar a Sonia. Llego tarde. ¿Estás bien? –desembuchó con prisas y sin pausa, como era su costumbre.
–Sí, cariño –contesté con el auricular algo alejado del oído. Apenas me quedan unos pocos dientes en su sitio, pero sigo oyendo de maravilla–. Lo que hace falta es que no le dé fiebre esta noche.
–¿Por qué lo dices? A Sonia nunca le dan fiebre las vacunas. ¿No te acuerdas? A ver ¿cuándo le han dado fiebre? Jolín, mamá, parece que lo dijeras a propósito.
–No, cariño; tienes razón. Me confundí con Elsa. ¿Venís mañana? –aventuré.
–¿Cómo quieres que lo sepa? Creo que Julián también tiene turno de tarde, pero tengo que ir a la biblioteca a devolver los libros de las niñas. Y comprarles unos zapatos, que no les valen los del año pasado. Hace demasiado calor para que sigan llevando los de invierno; se les van a hacer rozaduras con el sudor. Siempre gastando dinero; todos los meses terminamos en números rojos. Así nunca vamos a salir adelante.
–Ya verás como todo se arregla, hija –dije sin pensar demasiado en la retahíla de quejas a la que me sometía todas las mañanas.
–Sí, claro; eso es fácil decirlo. A mí me cuesta mucho ganarme el dinero. Está claro que tú nunca tuviste ese problema. Bueno, te dejo, que llego tarde al médico y ya sabes cómo es –finalizó.
–Hasta mañana, hija.
Me senté en la mesa americana de la cocina de cara al jardín. Bebí un zumo de limón a sorbos mientras pensaba en lo que haría a continuación: zambullirme entre las plantas, está claro, pero ¿por dónde empezaría? ¿Por los tomates? ¿Por las rosas? ¿Por la parra bajo la que me siento a pensar al atardecer?
Era uno de esos días en los que me sentía con ánimo de improvisar. Dejarme llevar por los olores y el instinto tijera en mano.
Era uno de esos días en los que necesitaba desahogar la frustración telefónica llenándome de tierra.
Tres horas más tarde, emergí del jardín de invierno con el alma algo más serena y mucho hambre. Saqué del frigorífico las lentejas que guisé el día anterior con puerro, pimiento, ajo y mucho chorizo en honor al médico que me alienta a comer menos grasas para vivir más años. Con el sabor del picante en la boca, me serví una copa de vino tinto y brindé a la salud de Honorato, la pareja invisible que me acompaña cuando tengo ganas de charlar sola en casa.
Y así pasé la tarde, charlando con Honorato sobre la vida y la muerte, y el amor y el desamor, o más concretamente, la hostilidad de mi hija, la soledad de las puestas de sol tras las ventanas, los imposibles que acarreé durante tantas décadas y ni siquiera intenté.
Cuando cayó la tarde y la parra se revolvió mirándome seductora, me tumbé en la hamaca y dejé que el tiempo me meciera. Sentí como si alguien estuviera columpiándome, o tal vez fuera que me estaba mareando. No importa. El caso es que me anegó el cansancio de toda una vida y sentí deseos de convertirme en tierra y en aire, de rodar montaña abajo como un alud de nieve o socavar las entrañas de la cordillera como el agua fresca de un iceberg. Aunque, en realidad, me conformaría con convertirme en una de las rosas que planté y sentir cómo me deshojo lentamente tras un día de plenitud.
Pensé que Mariana se alegraría de poder mudarse a esta casa y que las nietas corretearían por el césped persiguiendo alguna mariposa.
Estaba tan cansada...
que simplemente cerré los ojos y dejé de respirar.
¡Qué despedida más dulce...! Así me gustaría que fuese mi último día: después de leer las últimas páginas de El Quijote, de darme un baño con olor a naranja y a canela, de hablar con mi hija de cosas triviales, de pasear por la tierra, de tomarme unas lentejas, y luego una copa de vino... Sí, definitivamente, es el mejor adiós que se me ocurre.
ResponderEliminarEstupenda y amena redacción.
Hasta la próxima.
Un abrazo.