Ir al contenido principal

Cirkus Columbia

Danis Tanovic (Bosnia-Herzegovina-Francia-Reino Unido-Alemania-Eslovenia-Bélgica-Serbia, 2010)

Cirkus Columbia comparte el tinte de locura de las obras de Kusturica, aunque en un grado menor. Debe ser el carácter regional, la convivencia de culturas distintas en pleno corazón de Europa o el intento de sobrevivir a una realidad cuya única regla es la del azar de los juegos de dados.
Kusturica eleva a la enésima potencia lo absurdo de los embates de la vida: sus personajes deambulan ebrios, cantando, brindando y bailando por las calles sin ninguna medida mientras todo se desploma alrededor; conviven apretados en un sótano mientras unos centímetros de tierra más arriba la opulencia se derrama por toda la habitación.
Tanovic es más comedido, pero a su modo refleja en esta película el circo de la vida, un circo mucho más tragicómico y sorpresivo de lo que estamos acostumbrados a experimentar en este país en que vivimos.

No sé muy bien quién de todos los personajes es el protagonista. El desencadenante de los sucesos es Divko, el hombre que, después de veinte años en Alemania, vuelve a la casa donde vivía con su esposa embarazada. Pero vuelve para echarla. Y, de hecho, en la primera escena plenamente trágica (vendrán varias después) Divko observa desde su flamante automóvil cómo desahucian en cuestión de segundos a la que aún sigue siendo su esposa. Aquí desahucio significa: irse ahora con lo puesto y nada más; salir gritando de tu casa y dejar la comida en el fogón. El marido entra en la casa acompañado de su novia y su gato de la suerte, toma posesión y se sirve el guiso a punto de ser servido.

Yo diría más bien que todos son los protagonistas. A todos les ocurren imprevistos que transforman sus vidas o, mejor dicho, la interacción de unos con otros provoca imprevistos que los transforma sin posibilidad de retorno. La propia aldea se transforma. Mientras marido, amante, gato, mujer e hijo intentan encontrar un lugar en el lugar en el que viven (valga la redundancia), el pueblo se fragmenta en las piezas que siempre lo compusieron a veces con pena y a veces con gloria.

Todos son, de alguna forma, catalizadores en la vida de los demás. Las relaciones fluctúan con la intensidad propia de un país con muchos bandos. Cuando la guerra estalla, todos saben a qué bando pertenecieron siempre realmente, aunque haya algunos que pertenezcan a todos y olfateen con gran astucia a cuál deben rendir pleitesía en cada momento.

La película termina con una imagen de locura armónica, si es que existe tal cosa. El protagonista, Divko -un ser hasta entonces miserable-, una vez puestas las cartas sobre la mesa, decide cerrar el tapete y enfrentarse al destino. Se sube al tiovivo de su infancia -que no es otro que el tiovivo de la vida-, aprieta el botón de encendido y se deja mecer por el sonido de las bombas que estallan en el horizonte destrozando el hogar al que siempre anheló regresar.

Comentarios

  1. Con tus crónicas de cine, de alguna forma consigo ver las películas.

    Besitos

    ResponderEliminar
  2. ¡Qué bueno, Elysa! Ya me parece bastante. Me da ánimos para seguir contándote historias :-)

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Visitas

Entradas más visitadas

Entrevista a Mercedes Pinto Maldonado

Mercedes Pinto Maldonado Nací bajo las faldas de Sierra Nevada (Granada) hace ya la friolera de cincuenta años. Allí crecí, me enamoré, me casé, nacieron mis tres hijos y terminé mis estudios. Exactamente por ese orden. Hace veinte años que, por cuestiones laborales de mi marido, vivo en Málaga, en Alhaurín de la Torre, un lugar muy tranquilo que invita a escribir. No, no vivo de mis libros, ¡qué más quisiera yo!; con lo que he ganado hasta ahora no hubiese podido sobrevivir, pero estoy en ello. Tampoco tengo otro trabajo, así que disfruto de mucho tiempo para escribir: dedico prácticamente toda la mañana. Las tardes las reservo para la familia. Aunque no me decidí a publicar hasta hace diez años, la idea de escribir un libro ha estado en mí desde que era muy joven y de hecho lo intenté, aunque no quiero contarte el resultado. Fue una novela juvenil, en la que yo misma hice las ilustraciones. De la historia en sí misma estoy contenta, aunque ahora me doy cuenta de que me pr

Svetta Moshtar (4)

Lo más llamativo de Bruno es la combinación de altura y delgadez extremas. Visto desde la perspectiva de una niña de un metro veinte, viene a ser algo así como un gigante enjuto ataviado con unos largos pantalones a cuadros, anchos y rotos, y una camisa descolorida que, no importa la talla, siempre le quedará grande. Ante la mirada mitad ausente y mitad rabiosa de la niña, Bruno se preguntó si quizás había cambiado tanto; si la barba de varias semanas o el pelo largo impedirían reconocerlo; si el polvo gris de las ciudades bombardeadas se habría incrustado tanto en las arrugas de la cara y las uñas como para haberlo convertido en otro rostro. La niña, de hecho, no lo reconoció. La luz del sol, que se levantaba justo por detrás del recién llegado, le impedía ver algo más que una sombra larga y arrugada sosteniendo una bicicleta entre las manos. Si Bruno hubiera tenido el tamaño de una persona común, lo hubiera increpado con desprecio, pero la extravagancia de la silueta le provocó u

Las noches del silencio

Soledad es una mulata silenciosa y de andar lento que tiene la piel amarronada aunque sin brillo. Camina a pasitos cortos con las dos piernas muy juntas y, como todo en ella, tiene los pies pequeños y blandos. Mueve los brazos con parsimonia al abrir las ventanas de par en par cada mañana; con cautela, estira el cuello y asoma la cabeza que suele llevar escondida entre los hombros. Los labios finos, los ojos entrecerrados y la nariz como un poroto que intenta abrirse para capturar los perfumes de las mañanas frescas del ecuador del planeta. Sin un estremecimiento visible ni dejar una huella en el entorno, Soledad se deleita a bocanadas como quien se sumerge en la luz lechosa del mediodía. Hoy es un día más en su casa, que habitan tres niños, todos varones, un padre y dos abuelos, el materno y el paterno. Las gallinas en el corral, los pollos también, y la cacatúa, en el salón, junto a la silla de mimbre que los dos abuelos se disputan cuando el padre, su verdadero dueño, se marcha a