Los bombardeos nocturnos no duraron más de una semana, pero fueron suficientes para que la gente aprendiera una nueva forma de caminar: corrían agachados y escurridizos, dubitativos en las esquinas y pegados a los muros, a las farolas que quedaban en pie, a cualquier superficie. Se deslizaban por los contornos del terreno con sigilo, evitando pisar algo que pudiera crujir o golpear contra una piedra diminuta. Ya no solo empleaban los ojos para moverse; desarrollaron el oído, el olfato y la tensión muscular propia de los seres que viven al acecho. Las vestimentas se volvieron grises; los cabellos se volvieron negros.
Svetta veía cómo esas sombras golpeaban inaudiblemente en la oscuridad de puertas y paredes rotas. Una extraña música casi imperceptible de golpes acordados, una desconocida variedad de ritmos totalmente personal e intransferible. Cuando se cansaba de intentar reconocer alguna piedra que le indicara el camino, caía al suelo tras un cascote y escuchaba esta nueva música excluyente del temor y del sigilo. Dos seres se reconocían en un ritmo único que los protegía de la hostilidad exterior y los unía en una necesidad compartida y exclusiva. Debía encontrar su casa, llamar a la puerta con los nudillos de la forma en que solo ella lo hacía y sus padres, su hermano, la reconocerían y saldrían corriendo a recibirla. Ninguna otra puerta se abriría.
De repente, una mañana, paseando por unos escombros que le resultaban familiares, se tropezó con la base rota de la maceta azul que su madre había colocado varias semanas antes en un rincón del salón comedor. Una maceta grande para llenar el espacio vacío entre la pared y la vitrina con la vajilla de porcelana reservada para las cenas especiales. Descubrió que estaba pisando las paredes de su casa.
Svetta veía cómo esas sombras golpeaban inaudiblemente en la oscuridad de puertas y paredes rotas. Una extraña música casi imperceptible de golpes acordados, una desconocida variedad de ritmos totalmente personal e intransferible. Cuando se cansaba de intentar reconocer alguna piedra que le indicara el camino, caía al suelo tras un cascote y escuchaba esta nueva música excluyente del temor y del sigilo. Dos seres se reconocían en un ritmo único que los protegía de la hostilidad exterior y los unía en una necesidad compartida y exclusiva. Debía encontrar su casa, llamar a la puerta con los nudillos de la forma en que solo ella lo hacía y sus padres, su hermano, la reconocerían y saldrían corriendo a recibirla. Ninguna otra puerta se abriría.
De repente, una mañana, paseando por unos escombros que le resultaban familiares, se tropezó con la base rota de la maceta azul que su madre había colocado varias semanas antes en un rincón del salón comedor. Una maceta grande para llenar el espacio vacío entre la pared y la vitrina con la vajilla de porcelana reservada para las cenas especiales. Descubrió que estaba pisando las paredes de su casa.
Este último párrafo anuncia más tragedia.
ResponderEliminarBesitos
O un encuentro que nadie espera... ;-)
EliminarEs... estremecedor. Es que lo cuentas de una forma... Qué pasado más duro el de Svetta.
ResponderEliminarGenial cómo lo transmites, me recuerdas a Irène Némirovsky en "Suite francesa".
Un abrazo y hasta la próxima.
Pues me voy a tener que comprar el libro ;-) Un abrazo.
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