El día del 23-F, yo tenía apenas ocho años. En mi casa, la norma era que el televisor sólo se encendiera dos veces al día: para el telediario del mediodía mientras comíamos y para el telediario de la noche mientras cenábamos. Nada de sentarse a ver Barrio Sésamo o la bruja Averías. Durante la tarde, después de la merienda, el silencio más absoluto invadía la casa y cada uno de nosotros se encerraba en la habitación a leer, estudiar o canturrear en voz queda, como me gustaba hacer a mí. Así que, mientras Tejero gritaba arma en mano "¡Todos al suelo!", yo estaba inventando una canción sobre una gota de agua clara que fluía por un río hasta desembocar en el mar.
Mi habitación era contigua a la de mis padres. Al otro lado de la pared, mi padre leía revistas de cine y, mientras oía la radio, preparaba la presentación de la próxima película que proyectarían en el Cine Club, un espacio para aficionados en que todos los lunes se veía y hablaba sobre cine. De repente, oí un movimiento brusco y noté un cambio de aire en las estancias. Unos pies pesados se apresuraron por el pasillo. Otro movimiento brusco abrió la puerta del salón. La alfombra, de nuevo, entorpeció el camino. Y el sonido del televisor.
La gota de agua se quedó trabada en una piedra en el lecho del río. Todos mis sentidos estaban dirigidos a descifrar ese cambio repentino en las normas de la casa. Pero no lograba oír qué sucedía en la pantalla. Seguía quieta en el escritorio, con el bolígrafo en la mano, mirando el cuaderno en el que guardaba todas las canciones, mientras contenía la respiración. No me atrevía a salir al pasillo y averiguar qué pasaba. Mi padre me había gritado más de una vez por aparecer en el lugar incorrecto de la casa a la hora equivocada.
Finalmente, llegó la hora de la cena y el movimiento se reanudó. Esta vez, sin embargo, el quehacer de mi madre en la cocina y los paseos por el pasillo llevando platos y vasos quedaron amortiguados por algo profundo que no entendía: palabras graves, nombres de generales, ceños fruncidos...
Mi padre no se movió ni cuando mi madre le puso delante el plato con dos huevos fritos, que se comió sin decir palabra con media barra de pan y una botella de vino.
Tampoco se movió cuando le dimos el beso obligado de buenas noches.
A la mañana siguiente, fue él quien vino a despertarme para ir al colegio. Tenía ojeras y noté que conservaba el olor a vino de la noche anterior. Me sorprendió ver una amplia sonrisa y cierto agotamiento grabado en la frente.
Me revolvió el pelo con la mirada puesta más allá de mi almohada y dijo: “España está salvada, hija”.
Mi habitación era contigua a la de mis padres. Al otro lado de la pared, mi padre leía revistas de cine y, mientras oía la radio, preparaba la presentación de la próxima película que proyectarían en el Cine Club, un espacio para aficionados en que todos los lunes se veía y hablaba sobre cine. De repente, oí un movimiento brusco y noté un cambio de aire en las estancias. Unos pies pesados se apresuraron por el pasillo. Otro movimiento brusco abrió la puerta del salón. La alfombra, de nuevo, entorpeció el camino. Y el sonido del televisor.
La gota de agua se quedó trabada en una piedra en el lecho del río. Todos mis sentidos estaban dirigidos a descifrar ese cambio repentino en las normas de la casa. Pero no lograba oír qué sucedía en la pantalla. Seguía quieta en el escritorio, con el bolígrafo en la mano, mirando el cuaderno en el que guardaba todas las canciones, mientras contenía la respiración. No me atrevía a salir al pasillo y averiguar qué pasaba. Mi padre me había gritado más de una vez por aparecer en el lugar incorrecto de la casa a la hora equivocada.
Finalmente, llegó la hora de la cena y el movimiento se reanudó. Esta vez, sin embargo, el quehacer de mi madre en la cocina y los paseos por el pasillo llevando platos y vasos quedaron amortiguados por algo profundo que no entendía: palabras graves, nombres de generales, ceños fruncidos...
Mi padre no se movió ni cuando mi madre le puso delante el plato con dos huevos fritos, que se comió sin decir palabra con media barra de pan y una botella de vino.
Tampoco se movió cuando le dimos el beso obligado de buenas noches.
A la mañana siguiente, fue él quien vino a despertarme para ir al colegio. Tenía ojeras y noté que conservaba el olor a vino de la noche anterior. Me sorprendió ver una amplia sonrisa y cierto agotamiento grabado en la frente.
Me revolvió el pelo con la mirada puesta más allá de mi almohada y dijo: “España está salvada, hija”.
Qué bien contado ese día, casi he tenido ocho años y he estado sentada frente a tu escritorio.
ResponderEliminarPues fíjate que para mí, aun teniendo algunos años más que tú, fue casi como un día más. Y es que cuando toda tu vida es una tribulación, sumar otro desastre no afecta demasiado.
Siempre un placer estas visitas.
Hasta pronto.
Pues lágrimas a los ojos. Tus tribulaciones no eran pocas en aquel momento, me da a mí. Los ocho años deben de ser un punto delicado (o sólo casualidad: yo hice una historia similar sobre la muerte de Franco, y acabo de calcular que efectivamente, tenía ocho años.
ResponderEliminarSuerte esta semana, Carmen
Gracias, Mercedes, por tus visitas que espero con cada historia. Y a ti, Ramona, por tocar a la puerta y mandarme más buenos deseos que me ayuden a hacerle frente al vendaval.
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