Por dónde podría empezar...
Desde cualquier lado la Patagonia es interminable. Y mira que me avisaron. Pero hasta que no llegué y parecía que seguía llegando y, diez horas más tarde, seguía sin acabar de llegar... Hasta que no pasé varias noches de ómnibus en las que, hora tras hora, entre sueño y sueño, no veía más que una carretera infinitamente recta por la que apenas circulan unos pocos camiones, y a ambos lados, una eternidad de nada, absolutamente de nada: unos pocos matorrales que no pasan de la altura del tobillo, que de recios y sufridos tienen un tacto parecido al plástico duro; un horizonte inacabable de 360º; una planicie que te rodea y, mires adonde mires, esa sensación de que el planeta se acaba en el horizonte que está por llegar y nunca llega; y el ómnibus como un extraño ser que se desliza por ese paisaje de tierra, por ese cielo estrellado y oscuro aún más amplio que el horizonte, ese cielo más benigno que la aridez del suelo, que de noche te regala el nacimiento de una luna tan naranja como el despertar de un sol (prometo que por un instante pensé que era el sol en alguna extraña combinación óptica), y de día esas nubes como tiras de telas que se desgajan, como restos de pinceladas que no quieren decir nada y sin embargo son tan perfectas las mires por donde las mires...
La Patagonia es un lugar inhóspito y extraño que, al acercarse a los Andes, te regala paraísos de glaciares: aguas milenarias que se congelaron hace millones de años y hoy se derriten poco a poco, aguas frías de un extraño color azul plateado, puras como quedan pocas en el planeta.... Aguas puras que hasta un occidental como yo puede beber, aguas de la era de los dinosaurios que ahora forman parte de mis entrañas... ¿Cómo podría explicar el regalo de meter las manos en un agua tan nueva de puro vieja, de tocar la corriente de un glaciar que llora porque así tiene que ser y no le importa? Recorrer el camino hacia un glaciar chiquito, un camino empedrado, empedrado de piedras más grandes que el departamento de alguno de nosotros, a través de las cuales te abres camino sobrecogida por su inmensidad y por el ruido
de la corriente que ruge profunda bajo tus pies...
La Patagonia es esto y mucho más de lo que os cuento. También son bosques petrificados que no visité y turistas en masa, y un encanto que desaparece por pura afluencia de muchedumbre... Pero, claro, lo sé, lo entiendo, yo también fui, todos queremos ver lo bello, todos queremos beber agua pura, todos queremos estar allí. La Patagonia también es un valle y un glaciar privados (para entrar hay que pagar al dueño), y es un colectivero (conductor de autobuses) que se detiene en medio de la ruta a ayudar a dos franceses que se quedaron parados en medio de la nada porque su coche pierde gasolina, y el colectivero sin pensárselo dos segundos, en medio de su jornada laboral de 12 horas, saca su caja de herramientas, se arremanga, se mete debajo del auto y en 15 minutos termina y los europeos del autobús -que en esta parte del planeta no se enfadan por la demora- aplauden satisfechos. Aún así, la Patagonia -me cuentan- ya no es lo que era. Ya no es alguien que llega a pie a una estancia y la obligación moral del estanciero de darlo comida y cobijo hasta el siguiente amanecer. Un buen día dejó de ser uno de vez en cuando y fueron varios a la semana y, claro, el estanciero plantó un camping en sus tierras y así nos apañamos todos. Y sí, la colonización turística no es un término que me inventé; es un concepto que acá se emplea oficialmente; es el tipo de colonización que el gobierno implantó en El Chaltén cuando hace 30 años creó este pueblito de 300 habitantes enfocado exclusivamente al turismo ecológico (lo llaman "la capital nacional del trekking") con el fin de impedir que Chile se apropiara de estas tierras (Argentina y Chile se disputan la Patagonia con ferocidad).
De tanto hablarles de la Patagonia, no les hablé de Ushuaia, de Tierra del Fuego, de la odisea de llegar, cruzar cuatro puestos fronterizos, navegar el estrecho de Magallanes, pensar que sigue siendo paisaje patagónico y resulta que, al final, perdida ya toda esperanza, de repente va el mundo y cambia, y aparecen montañas y bosque y agua y, detrás de todo eso, escondida delante del canal Beagle, Ushuaia.
Y tampoco les hablé de que volví a ver cóndores cuando bajaba de lo alto de una montaña, a pocos metros por encima de mí, y luego subiendo, subiendo, subiendo, hasta casi perderlo en la inmensidad del cielo, dicen que siguiendo las corrientes térmicas, yo creo que domando los indomables vientos patagónicos para gozar de toda la absoluta libertad de flotar en el vacío, la absoluta libertad que a muchos de nosotros nos paralizaría por completo. Estoy convencida de que el cóndor es el amo del viento.
Volví hoy a Buenos Aires porque algo me dice que tiene que ser así y porque, como ese algo me ha guiado bien durante todos estos meses, pienso seguir haciéndole caso. Casi ya en el final de mi viaje. Pero no se preocupen, para aquellos que se hayan hecho adictos a leer relatos imposibles, les tengo preparada una sorpresa.
Desde cualquier lado la Patagonia es interminable. Y mira que me avisaron. Pero hasta que no llegué y parecía que seguía llegando y, diez horas más tarde, seguía sin acabar de llegar... Hasta que no pasé varias noches de ómnibus en las que, hora tras hora, entre sueño y sueño, no veía más que una carretera infinitamente recta por la que apenas circulan unos pocos camiones, y a ambos lados, una eternidad de nada, absolutamente de nada: unos pocos matorrales que no pasan de la altura del tobillo, que de recios y sufridos tienen un tacto parecido al plástico duro; un horizonte inacabable de 360º; una planicie que te rodea y, mires adonde mires, esa sensación de que el planeta se acaba en el horizonte que está por llegar y nunca llega; y el ómnibus como un extraño ser que se desliza por ese paisaje de tierra, por ese cielo estrellado y oscuro aún más amplio que el horizonte, ese cielo más benigno que la aridez del suelo, que de noche te regala el nacimiento de una luna tan naranja como el despertar de un sol (prometo que por un instante pensé que era el sol en alguna extraña combinación óptica), y de día esas nubes como tiras de telas que se desgajan, como restos de pinceladas que no quieren decir nada y sin embargo son tan perfectas las mires por donde las mires...
La Patagonia es un lugar inhóspito y extraño que, al acercarse a los Andes, te regala paraísos de glaciares: aguas milenarias que se congelaron hace millones de años y hoy se derriten poco a poco, aguas frías de un extraño color azul plateado, puras como quedan pocas en el planeta.... Aguas puras que hasta un occidental como yo puede beber, aguas de la era de los dinosaurios que ahora forman parte de mis entrañas... ¿Cómo podría explicar el regalo de meter las manos en un agua tan nueva de puro vieja, de tocar la corriente de un glaciar que llora porque así tiene que ser y no le importa? Recorrer el camino hacia un glaciar chiquito, un camino empedrado, empedrado de piedras más grandes que el departamento de alguno de nosotros, a través de las cuales te abres camino sobrecogida por su inmensidad y por el ruido
de la corriente que ruge profunda bajo tus pies...
La Patagonia es esto y mucho más de lo que os cuento. También son bosques petrificados que no visité y turistas en masa, y un encanto que desaparece por pura afluencia de muchedumbre... Pero, claro, lo sé, lo entiendo, yo también fui, todos queremos ver lo bello, todos queremos beber agua pura, todos queremos estar allí. La Patagonia también es un valle y un glaciar privados (para entrar hay que pagar al dueño), y es un colectivero (conductor de autobuses) que se detiene en medio de la ruta a ayudar a dos franceses que se quedaron parados en medio de la nada porque su coche pierde gasolina, y el colectivero sin pensárselo dos segundos, en medio de su jornada laboral de 12 horas, saca su caja de herramientas, se arremanga, se mete debajo del auto y en 15 minutos termina y los europeos del autobús -que en esta parte del planeta no se enfadan por la demora- aplauden satisfechos. Aún así, la Patagonia -me cuentan- ya no es lo que era. Ya no es alguien que llega a pie a una estancia y la obligación moral del estanciero de darlo comida y cobijo hasta el siguiente amanecer. Un buen día dejó de ser uno de vez en cuando y fueron varios a la semana y, claro, el estanciero plantó un camping en sus tierras y así nos apañamos todos. Y sí, la colonización turística no es un término que me inventé; es un concepto que acá se emplea oficialmente; es el tipo de colonización que el gobierno implantó en El Chaltén cuando hace 30 años creó este pueblito de 300 habitantes enfocado exclusivamente al turismo ecológico (lo llaman "la capital nacional del trekking") con el fin de impedir que Chile se apropiara de estas tierras (Argentina y Chile se disputan la Patagonia con ferocidad).
De tanto hablarles de la Patagonia, no les hablé de Ushuaia, de Tierra del Fuego, de la odisea de llegar, cruzar cuatro puestos fronterizos, navegar el estrecho de Magallanes, pensar que sigue siendo paisaje patagónico y resulta que, al final, perdida ya toda esperanza, de repente va el mundo y cambia, y aparecen montañas y bosque y agua y, detrás de todo eso, escondida delante del canal Beagle, Ushuaia.
Y tampoco les hablé de que volví a ver cóndores cuando bajaba de lo alto de una montaña, a pocos metros por encima de mí, y luego subiendo, subiendo, subiendo, hasta casi perderlo en la inmensidad del cielo, dicen que siguiendo las corrientes térmicas, yo creo que domando los indomables vientos patagónicos para gozar de toda la absoluta libertad de flotar en el vacío, la absoluta libertad que a muchos de nosotros nos paralizaría por completo. Estoy convencida de que el cóndor es el amo del viento.
Volví hoy a Buenos Aires porque algo me dice que tiene que ser así y porque, como ese algo me ha guiado bien durante todos estos meses, pienso seguir haciéndole caso. Casi ya en el final de mi viaje. Pero no se preocupen, para aquellos que se hayan hecho adictos a leer relatos imposibles, les tengo preparada una sorpresa.
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