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Mostrando entradas de febrero, 2006

Nana del anciano viejísimo

La otra mañana, un anciano se paró a hablar conmigo mientras esperaba a que el semáforo se pusiera en verde. Era un viejo viejísimo que apenas arrastraba los pies, apenas movía las arrugas de su rostro, apenas abría la boca para hablar. Aún hoy no sé cómo pude entender lo que me decía entre el ruido del tráfico y las sirenas. Sin embargo, sus palabras me llegaron nítidas, claras, con un gran lastre de tristeza agarrado a la cola de las frases del que a veces -lo notaba- él intentaba huir pero del que no conseguía escapar. La tristeza, cuando te atrapa, es una sustancia pegajosa que sabe dulce y engaña. Promete ensoñaciones, promete recuerdos, promete memoria y una profunda sensación de estar vivo, de sentir. Pero la tristeza –me cuesta decirlo, yo que fui su adoradora fiel, su defensora y promotora-, la tristeza, digo, es un saco de mentiras con boca pequeña y rostro de mar helado: calmo en la superficie por pura imposibilidad de movimiento, terrorífico en las profundidades por

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