Londres es un paraguas que se rompe con el viento, un vagón de metro en el que la muchedumbre cabecea en el hombro de alguien a quien no conoce y que nunca volverá a ver; no importa que cojan el mismo tren cada día a la misma hora. Tantos trajes que se bajan en la misma parada. El vapor en las ventanas del tren; los pasajeros dentro con el abrigo puesto, agarrados unos a otros, sosteniéndose sin querer tocarse. Las mismas noticias leídas por millones de personas como primer bocata informativo del día. Luego llegará tu jefa y te preguntará si has leído la noticia de las niñas siamesas que nacieron unidas por la cabeza: un éxito de la cirugía. Es lo único que compartes con ella: eso, el metro, las carreras por los subterráneos, los cabeceos, los cafés y la rutina diaria. Tal vez, también vaya a Hyde Park los domingos soleados. Pero si por casualidad coincidieras con ella, no la reconocerías en las playeras y los pantalones de deporte con los que se viste para dar varias vueltas al parque. Quizá te hayas cruzado con ella más de una vez en la calle, pero ¡qué esperabas!, no puedes fijarte en toda la muchedumbre que se cruza en tu camino.
Londres es una señora de sesenta años que cruza corriendo la calle cuando el semáforo está en rojo. Señora, por dios, que le va a pillar un coche. Pero ella sonríe; al fin y al cabo, se ha salido con la suya y el coche consiguió esquivarla. De todos modos, yo no la volveré a ver; ni ella a mí. Lo que yo piense, no le importa; ni siquiera habrá reconocido mi mirada de reproche. Memoria selectiva: recordará tan sólo que se salió con la suya.
Londres es una avenida. En un extremo está mi casa, la calle oscura donde vivo, el parque donde se pelean los niños, la esquina donde un renacuajo de color que nació aquí me llamó inglesa con desprecio sin ni siquiera dejarme responderle para que notara mi acento. En mi calle hay paz a pesar de todo. En el pequeño jardín de mi casa, adonde se asoma la ventana de mi habitación, hay paz a pesar de todo. En mi habitación, hay mucha tranquilidad: cuando cierro la puerta y nadie puede abrirla desde afuera, y mis compañeras de piso no están, o cuando oigo la respiración pausada de la que duerme al otro lado de la puerta que nos separa. Tengo suerte. En Londres, la gente comparte habitaciones con personas que no conoce y que no volverá a ver cuando se mude a otra habitación.
En el otro extremo de la avenida, hay una universidad, con una torre de once pisos llena de ordenadores y una muchedumbre de estudiantes que hablan por el móvil; unos guardas de seguridad que te ven todos los días y te dejan de reconocer cuando faltas cuatro; unos ascensores -siempre llenos- en los que una voz no se cansa de repetir que las puertas se van a abrir, que las puertas se van a cerrar, que las puertas se van a abrir, que las puertas se van a cerrar.
Y, entre los extremos de la avenida, la muchedumbre a la que no miras porque no puedes fijarte en toda la muchedumbre que se cruza en tu camino. Y los sábados hay un puesto en el que venden fruta. Y cada día hay un rubio vestido de militar que se sienta en la misma esquina y, acompañado por un perro, espera. No se siente solo: entre esquina y esquina de la manzana, hay personas que lo saludan y se paran a charlar con él, y parecen ser algún tipo de familia. El puesto de comida rápida y barata en el que no debes mirar más de treinta segundos al que fríe las hamburguesas; y no se te ocurra cometer el error de sonreírle. Cuando vuelvas al día siguiente, te darás cuenta aturdida de que te busca la mirada. No puedes permitírtelo; tú te irás -porque siempre estás de paso- y él pertenece a un mundo que se desarrolla en un universo distinto, aunque dé la casualidad de que compartáis espacio y tiempo.
Y, a la vuelta de la esquina, hay un bar regentado por ecuatorianos, en el que te refugias por las tardes, entre las paredes anaranjadas y la música, y la conversación, y unos camareros pequeños de color oscuro que te dicen cosas bonitas porque así les enseñaron a hablar. Es una pena que te vayas y no puedas despedirte de ellos porque hay tanta muchedumbre que se va y otra que viene, y las despedidas no están permitidas: un día ya no os encontráis más y olvidáis que a esa hora ese día de la semana solías ir a tomar un té con leche y una cucharada de azúcar.
Londres es una española que vino para dos meses y ya lleva diez años. Al final del verano, te asegura, me vuelvo a España. Vino a aprender inglés y aún no lo ha aprendido. O un inglés del norte que vino a estudiar y se quiere ir a algún otro lugar donde brille el sol, pero ¡qué difícil es aprender otro idioma cuando se ha nacido británico, o norteamericano, o australiano! Pero siempre hay algo en Londres que nos queda por hacer. Ese trabajo que no puedes rechazar y que seguro no vas a encontrar en España, donde ni siquiera tu título de genética y los cuatro años pasados en un laboratorio son reconocidos. O esa chica que acabas de conocer y que llevabas esperando todo este tiempo; no, definitivamente, no te puedes ir ahora.
Pero estás harta de que no salga el sol, de que los inviernos sean largos, de que no tengas ningún amigo inglés y de que a tus compañeras de piso -que son inglesas- no tengas nada que decirles.
Ese dinero que llega y se va con la misma facilidad. Y los viajes al extranjero cada dos meses porque necesitas aire fresco y hay que salir de vez en cuando para volver y darse cuenta de que en los vagones del metro hay muchedumbre que hace cosas muy raras con toda naturalidad. Incluso tú, mirando alrededor cuando nadie mira: ¿no te parece raro?
Londres es Trafalgar Square. Esa barandilla a la puerta del National Gallery desde la que ves el Big Ben y los edificios que llevan allí tantos siglos. Y Leicester Square, con un japonés de frac bailando al son de un guitarrista a las once de la noche. La muchedumbre que hoy no quiso emborracharse observa, sonríe, y tú piensas que esto es tranquilidad. Y es Covent Garden, un domingo al mediodía, una madre que aparca un carrito de bebé en una esquina de la plaza y, delante de los cazatalentos que toman café, canta un aria impecable. Y es Primrose Hill, un lugar en el que nunca has estado y al que probablemente nunca irás, pero cuyo nombre te llena la cabeza de pamelas y abanicos y vestidos de época, y no sabes por qué.
Ayer tocó Joe Cocker. Y anteayer, Madonna. Y al día siguiente, PJ Harvey. ¡Qué más da! Si la mayor parte del tiempo que no estoy trabajando o en el metro, tan sólo quiero descansar y disfrutar de mi calle tranquila, y sentarme en el pub de la esquina en el que el dueño pone música clásica los domingos por la mañana, justo en ese momento en el que entran los rayos de sol por las ventanas.
Londres es una señora de sesenta años que cruza corriendo la calle cuando el semáforo está en rojo. Señora, por dios, que le va a pillar un coche. Pero ella sonríe; al fin y al cabo, se ha salido con la suya y el coche consiguió esquivarla. De todos modos, yo no la volveré a ver; ni ella a mí. Lo que yo piense, no le importa; ni siquiera habrá reconocido mi mirada de reproche. Memoria selectiva: recordará tan sólo que se salió con la suya.
Londres es una avenida. En un extremo está mi casa, la calle oscura donde vivo, el parque donde se pelean los niños, la esquina donde un renacuajo de color que nació aquí me llamó inglesa con desprecio sin ni siquiera dejarme responderle para que notara mi acento. En mi calle hay paz a pesar de todo. En el pequeño jardín de mi casa, adonde se asoma la ventana de mi habitación, hay paz a pesar de todo. En mi habitación, hay mucha tranquilidad: cuando cierro la puerta y nadie puede abrirla desde afuera, y mis compañeras de piso no están, o cuando oigo la respiración pausada de la que duerme al otro lado de la puerta que nos separa. Tengo suerte. En Londres, la gente comparte habitaciones con personas que no conoce y que no volverá a ver cuando se mude a otra habitación.
En el otro extremo de la avenida, hay una universidad, con una torre de once pisos llena de ordenadores y una muchedumbre de estudiantes que hablan por el móvil; unos guardas de seguridad que te ven todos los días y te dejan de reconocer cuando faltas cuatro; unos ascensores -siempre llenos- en los que una voz no se cansa de repetir que las puertas se van a abrir, que las puertas se van a cerrar, que las puertas se van a abrir, que las puertas se van a cerrar.
Y, entre los extremos de la avenida, la muchedumbre a la que no miras porque no puedes fijarte en toda la muchedumbre que se cruza en tu camino. Y los sábados hay un puesto en el que venden fruta. Y cada día hay un rubio vestido de militar que se sienta en la misma esquina y, acompañado por un perro, espera. No se siente solo: entre esquina y esquina de la manzana, hay personas que lo saludan y se paran a charlar con él, y parecen ser algún tipo de familia. El puesto de comida rápida y barata en el que no debes mirar más de treinta segundos al que fríe las hamburguesas; y no se te ocurra cometer el error de sonreírle. Cuando vuelvas al día siguiente, te darás cuenta aturdida de que te busca la mirada. No puedes permitírtelo; tú te irás -porque siempre estás de paso- y él pertenece a un mundo que se desarrolla en un universo distinto, aunque dé la casualidad de que compartáis espacio y tiempo.
Y, a la vuelta de la esquina, hay un bar regentado por ecuatorianos, en el que te refugias por las tardes, entre las paredes anaranjadas y la música, y la conversación, y unos camareros pequeños de color oscuro que te dicen cosas bonitas porque así les enseñaron a hablar. Es una pena que te vayas y no puedas despedirte de ellos porque hay tanta muchedumbre que se va y otra que viene, y las despedidas no están permitidas: un día ya no os encontráis más y olvidáis que a esa hora ese día de la semana solías ir a tomar un té con leche y una cucharada de azúcar.
Londres es una española que vino para dos meses y ya lleva diez años. Al final del verano, te asegura, me vuelvo a España. Vino a aprender inglés y aún no lo ha aprendido. O un inglés del norte que vino a estudiar y se quiere ir a algún otro lugar donde brille el sol, pero ¡qué difícil es aprender otro idioma cuando se ha nacido británico, o norteamericano, o australiano! Pero siempre hay algo en Londres que nos queda por hacer. Ese trabajo que no puedes rechazar y que seguro no vas a encontrar en España, donde ni siquiera tu título de genética y los cuatro años pasados en un laboratorio son reconocidos. O esa chica que acabas de conocer y que llevabas esperando todo este tiempo; no, definitivamente, no te puedes ir ahora.
Pero estás harta de que no salga el sol, de que los inviernos sean largos, de que no tengas ningún amigo inglés y de que a tus compañeras de piso -que son inglesas- no tengas nada que decirles.
Ese dinero que llega y se va con la misma facilidad. Y los viajes al extranjero cada dos meses porque necesitas aire fresco y hay que salir de vez en cuando para volver y darse cuenta de que en los vagones del metro hay muchedumbre que hace cosas muy raras con toda naturalidad. Incluso tú, mirando alrededor cuando nadie mira: ¿no te parece raro?
Londres es Trafalgar Square. Esa barandilla a la puerta del National Gallery desde la que ves el Big Ben y los edificios que llevan allí tantos siglos. Y Leicester Square, con un japonés de frac bailando al son de un guitarrista a las once de la noche. La muchedumbre que hoy no quiso emborracharse observa, sonríe, y tú piensas que esto es tranquilidad. Y es Covent Garden, un domingo al mediodía, una madre que aparca un carrito de bebé en una esquina de la plaza y, delante de los cazatalentos que toman café, canta un aria impecable. Y es Primrose Hill, un lugar en el que nunca has estado y al que probablemente nunca irás, pero cuyo nombre te llena la cabeza de pamelas y abanicos y vestidos de época, y no sabes por qué.
Ayer tocó Joe Cocker. Y anteayer, Madonna. Y al día siguiente, PJ Harvey. ¡Qué más da! Si la mayor parte del tiempo que no estoy trabajando o en el metro, tan sólo quiero descansar y disfrutar de mi calle tranquila, y sentarme en el pub de la esquina en el que el dueño pone música clásica los domingos por la mañana, justo en ese momento en el que entran los rayos de sol por las ventanas.
Tu Londres es Madrid, es cualquier ciudad grande del mundo.
ResponderEliminarTodas las ciudades grandes del mundo se parecen en algo, pero cada una tiene también sus peculiaridades.
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