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Svetta Moshtar [1]

Esa noche vio caer bombas durante horas. A la mañana siguiente, mientras la radio zumbaba dando a entender que el centro de telecomunicaciones ya no existía, emprendió el camino de vuelta a casa. No reconocía las calles, las indicaciones habían desaparecido y no quedaban escaparates que le sirvieran de referencia. En su lugar, había cascotes, piedras, pedazos de ropa, listones de madera y algún que otro cuerpo tendido en el suelo en una posición imposible. A ratos, aparecían rostros con una expresión perpleja, cuerpos ataviados fuera de contexto con la ropa de la noche anterior que dudaban por dónde pisar, si moverse o quedarse quietos, si comenzar a gritar y dar rienda suelta al desconcierto o taparse la boca abierta en un intento de mantener el carácter y la certeza. Ella seguía siendo la niña que se fue a jugar con una amiga y se despidió de sus padres y su hermano a media tarde; era solo que la ciudad había enloquecido; todo volvería a ser lo que era cuando encontrara la casa y su familia le explicara que el municipio estaba construyendo calles nuevas y arreglando plazas, que restauraban los edificios para preparar la llegada de los turistas.

Y así, persiguiendo calles que se parecieran a la suya, trepando escombros de edificios que le recordaban al hogar, buscando en rostros irreconocibles atisbos, gestos y tics de vecinos, se le acercó la noche y una nueva bandada de manchas negras dejó caer cargas de racimos en la parte este de la ciudad, en otras cuadras y otros barrios de los que algunos vecinos ya habían escapado.

Para una niña que aún no ha aprendido a vincular la caída de las bombas con la destrucción masiva de personas, animales, sueños, ilusiones y esperanzas, las explosiones que iluminan la noche son una fascinación aturdida en la que quisiera poder aplaudir y gritar de alegre excitación y, sin embargo, algo innombrable, quizás el silencio de los adultos, algún sollozo oculto o el llanto solitario de un bebé, le indican que se trata de una fascinación no permitida y cruel, dolorosa en extremo y por algún motivo condenable.

Se escondió en una casa cuya escalera y segundo piso seguían en pie. No había puertas ni ventanas, pero el crujir de las escaleras le alertaría de cualquier pisada extraña. Desde este escondite, siguió observando el cielo que le cegaba los ojos hasta que los párpados se rindieron.

Despertó cansada y hambrienta. Bajó a la cocina de la casa, en el primer piso, y devoró lo que encontró. «Debía alimentarse bien», pensaba, «hoy tenía un largo camino por delante, sus padres estarían buscándola».

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