Svetta, la nena desprotegida que mantuvo la esperanza durante largos días de incertidumbre y extrañeza, se derrumbó. Se sentó entre los ladrillos, acercó las rodillas al pecho, hundió la cabeza entre las piernas y se abrazó a la soledad que la acompañaba. Sollozó durante horas, lentamente, con una cadencia desconcertante que albergaba la belleza de la tristeza pura, del perder todo sin saber muy bien qué es ese todo, sin que la corta edad y la inocencia la dejaran comprender el desarraigo, el abandono o la vulnerabilidad a la que estaba expuesta. Aún en medio de la desolación total, era una imagen dolorosa.
Bruno, el panadero, escuchó los sollozos al pasar por la calle. Era común oír llantos solitarios en medio de las piedras, pero este sonido le atrajo de una forma especial. Antes de escalar los escombros con la bicicleta al hombro, miró a ambos lados de la calle, se esforzó por recordar y reconoció la casa derruida a la que estaba entrando. Era la casa de los Moshtar: un padre que trabajaba como operario de maquinaria en la fábrica de zapatos, una madre que daba clases de primaria en la escuela del barrio, un hijo de cinco años que lo miraba tímido y receloso desde el otro lado del mostrador y una hija de doce a la que siempre veía pasar corriendo por delante del escaparate.
La observó durante largos minutos antes de hacerse notar pisando los trozos de cerámica y cristal. Cuando ya pensaba que no le había escuchado, la nena levantó la cabeza y lo miró con un rictus de asombro y protesta en el rostro.
Bruno, el panadero, escuchó los sollozos al pasar por la calle. Era común oír llantos solitarios en medio de las piedras, pero este sonido le atrajo de una forma especial. Antes de escalar los escombros con la bicicleta al hombro, miró a ambos lados de la calle, se esforzó por recordar y reconoció la casa derruida a la que estaba entrando. Era la casa de los Moshtar: un padre que trabajaba como operario de maquinaria en la fábrica de zapatos, una madre que daba clases de primaria en la escuela del barrio, un hijo de cinco años que lo miraba tímido y receloso desde el otro lado del mostrador y una hija de doce a la que siempre veía pasar corriendo por delante del escaparate.
La observó durante largos minutos antes de hacerse notar pisando los trozos de cerámica y cristal. Cuando ya pensaba que no le había escuchado, la nena levantó la cabeza y lo miró con un rictus de asombro y protesta en el rostro.
Maravillosa y desgarradora la vida de Svetta, cómo la estoy disfrutando.
ResponderEliminarSupongo, Carmen, que todos estas entregas formarán parte de una futura novela, creo que lo merece.
Un abrazo y hasta pronto.
Uf, ya me gustaría, pero en cuanto pienso en la palabra "novela", me quedo en blanco ;-)
EliminarSe hacen cortitos los capítulos.
ResponderEliminarBesitos