La vida es un torbellino, Amancio. Si te cuento lo que me acaba de pasar, no te lo crees. Ya; que a ti te cuentan historias todos los días. Sí, sí, pero como ésta seguro que no has oído ninguna. Anda, ponme un coñac a ver si se me pasa el susto. Que estaba vendiéndole una lavadora a una abuela, allá en el barrio de San Esteban, donde está la plaza con la estatua esa tan rara que dicen que se parece a un pájaro. Pues ahí, en la esquina, vive una abuela que la pobre ya casi ni oye ni ve. Le estaba soltando mi discurso, con la vieja encandilada y a punto de firmar, cuando, de repente, no te lo vas a creer, entran dos tipos vestidos de negro por una ventana que da al patio, justo frente a mí, que los vi a través de la puerta de la cocina.
El caso es que, antes de que pudiera hacer nada, va uno de ellos y mirándome de frente, se pasa el dedo por la garganta de lado a lado como avisándome de que me va a degollar. Ahí es nada, Amancio. Y yo, plantado al lado del frigorífico, con la abuela de espaldas a los tipos, explicándole a gritos que le hacíamos un plan financiado para que pagara a plazos como mejor le conviniese. ¿Qué querías que hiciera? El discurso me lo sé tan bien que me sale solo, pero los ojos se me iban detrás del de negro, que en cualquier momento entraba en la cocina y me cortaba la yugular.
La saquearon la casa a la abuela, Amancio; qué desastre. Una señora que se veía que no tenía nada y le robaron hasta la mesa del comedor. Que sí, que vi cómo sacaban la mesa por la ventana, que la abuela está sorda y no se enteró de nada y yo ni me atrevía a respirar ni a dejar de hablar, no fuera a darse vuelta y todo se liara más.
Así se estuvieron veinte minutos, Amancio. Veinte minutos hablando de lavadoras mientras pensaba que estaba a punto de morir. Ni siquiera pude acordarme de mi hija y mi mujer, que las iba a dejar solas de por vida.
Y, cuando ya se habían llevado todo, el tipo de antes me vuelve a mirar y me enseña el cuchillo que lleva en la mano, un cuchillo grande de esos de ir a cazar. Casi me olvido de qué estaba contándole a la vieja.
Se fueron y me vine para el bar a ver si me corre la sangre. La dije a la abuela que me había equivocado de papeles y que luego volvía con el contrato para firmar. Ni valor tuve de explicarle lo que acababa de pasar. Que no, Amancio, que no soy un miserable; habría que verte en mi lugar.
El caso es que, antes de que pudiera hacer nada, va uno de ellos y mirándome de frente, se pasa el dedo por la garganta de lado a lado como avisándome de que me va a degollar. Ahí es nada, Amancio. Y yo, plantado al lado del frigorífico, con la abuela de espaldas a los tipos, explicándole a gritos que le hacíamos un plan financiado para que pagara a plazos como mejor le conviniese. ¿Qué querías que hiciera? El discurso me lo sé tan bien que me sale solo, pero los ojos se me iban detrás del de negro, que en cualquier momento entraba en la cocina y me cortaba la yugular.
La saquearon la casa a la abuela, Amancio; qué desastre. Una señora que se veía que no tenía nada y le robaron hasta la mesa del comedor. Que sí, que vi cómo sacaban la mesa por la ventana, que la abuela está sorda y no se enteró de nada y yo ni me atrevía a respirar ni a dejar de hablar, no fuera a darse vuelta y todo se liara más.
Así se estuvieron veinte minutos, Amancio. Veinte minutos hablando de lavadoras mientras pensaba que estaba a punto de morir. Ni siquiera pude acordarme de mi hija y mi mujer, que las iba a dejar solas de por vida.
Y, cuando ya se habían llevado todo, el tipo de antes me vuelve a mirar y me enseña el cuchillo que lleva en la mano, un cuchillo grande de esos de ir a cazar. Casi me olvido de qué estaba contándole a la vieja.
Se fueron y me vine para el bar a ver si me corre la sangre. La dije a la abuela que me había equivocado de papeles y que luego volvía con el contrato para firmar. Ni valor tuve de explicarle lo que acababa de pasar. Que no, Amancio, que no soy un miserable; habría que verte en mi lugar.
Hay que estar en el momento y en el lugar, el miedo es algo realmente terrorífico, paraliza todo, hasta la conciencia y el ansia de vender.
ResponderEliminarBesos
Creo que la mayoría reaccionaríamos de la misma manera que el protagonista de tu relato, pero espero no tener que comprobarlo nunca, tiene que ser espantoso.
ResponderEliminarMe gusta venir a leer un ratito a tu casa de vez en cuando.
Un abrazo.
Pues como dice Elysa..."el miedo paraliza"....a veces...depende de cada persona....ese momento lo he pasado de frente a frente y....realmente no pude quedarme quieta....y como dice mercedes....es espantoso...luego el darte cuenta de la reaccion que uno puede tener...y quieto o no quieto...uno queda como invadido....como violado...pobre Amancio...y bueno hay que seguir vendiendo...gracias Carmen por tus cuentos!
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